Volver a la granja después de matar a mi propio hermano fue una de las cosas más duras que tuve que hacer jamás. Los pensamientos me estaban matando lentamente, poco a poco intentando abrirme el pecho en canal. Las paredes multicolores me llenaban de recuerdos felices y de recuerdos que había deseado con todas mis fuerzas olvidar al mismo tiempo. El niño que un vez fue mi hermano me miraba con ojos tristes en la parte posterior de mi mente. Me arrepentía. No porque estuviese muerto, sino porque sabía que iba a pasar el resto de mi vida lamentándome por haberme convertido en una asesina. Le había dejado ganar. Había dejado que me llenase de odio hasta el punto donde ya no podía soportarlo más, y ese había sido el resultado. La muerte. Mi destrucción. Su descanso eterno. No merecía mi perdón, pero necesitaba redimirle, para que así se fuese y no me persiguiese cada vez que cerraba los ojos. Pero, ahora, lo estaba haciendo. Le sentía justamente detrás de mí, soplando aire en mi nuca a causa de su risa.
¿Cómo sería capaz de mirar a mi hijo sabiendo que maté a su tío?
No lo sabía. Ni siquiera sabía si iba a ser capaz de mirarme a mí misma en el espejo. Odiaba ser tan impulsiva. Siempre me arrepentía por ello. Siempre. Pero esa vez había superado mi límite con creces. Estaba muerto. Había muerto al instante, cuando el cuchillo cruzó el esternón y besó suavemente su corazón.
Blanca no dijo nada, absolutamente, pero la mirada fría de su rostro me indicó que sospechaba lo que acababa de pasar. Gracias a que mi vestido era negro, no se veían las machas de sangre, pero la expresión de mi cara y la de Thomas gritaban a todo pulmón que había pasado.
Subí rápidamente las escaleras, y agradecí internamente cuando vi que Tommy se quedó abajo y no me siguió. Me quité la rejilla que me tapaba parcialmente la cara y la tiré al suelo, ahogándome lentamente con mis lágrimas. Queriendo reventar por todo el dolor que estaba sintiendo. Yo misma me había hecho eso, yo misma había enterrado el cuchillo en su pecho. Y tendría miedo por el resto de mi vida por ello. Pero, si lo que había hecho era tan malo, ¿por qué me sentía aliviada? ¿Por qué me sentía libre? ¿Me convertía eso en una mala persona? Él también me mató, a su manera, pero lo hizo.
Me limpié las lágrimas, me sacudí la tristeza y me dirigí directamente a la habitación de Ángela. Podía oír sus sollozos desde la puerta, y ésta estaba cerrada. La había destrozado. Completamente. Psicológica y físicamente. Era en momentos como en ese en los que me empeñaba en ver que lo que había hecho estaba bien. Que ese hijo de puta lo merecía, porque esa era la verdad.
Abrí despacio la puerta. Estaba a oscuras. Un rayo de sol alumbraba justamente a un bulto que sobresalía en la cama. Ella. Encerrada bajo las sábanas. Encerrada en sí misma.
Me acerqué lentamente. Todo se puso en silencio. Ni siquiera podía oír los sonidos que provenían de la ventana.
- Ángela soy yo - susurré cuando estaba al borde.
- Vete - murmuró. Su voz, que una vez había sido alegría y juventud, estaba rota. Completamente destrozada.
Fruncí el ceño, pero me obligué a mí misma a permanecer ahí. No debía estar sola porque entonces los pensamientos acabarían con ella antes de que se diese cuenta. Y entonces terminaría como yo, y no quería eso. No le hubiera deseado eso a absolutamente nadie. Ni siquiera a él. Había hecho una elección. Él o yo. Había tenido que optar por mí.
Cuando pasó un rato, Ángela sacó la cabeza de la sábana para comprobar si me había ido. Su pelo rubio y sedoso todo despeinado y enredado haciéndose visible. Sus heridas me gritaron en la cara que ella era una víctima justamente al igual que yo. Dios, me habría condenado mil veces si eso significase que ella se hubiera salvado.