VIII LA CASA DE HARFANG

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—Vamos, Pole, a ti te toca —susurró Scrubb. Jill se dio cuenta de que tenía la boca tan seca que no podía pronunciar ni una palabra. Hizo señas, furiosa, a Scrubb. Pensando para sí que jamás la perdonaría (ni tampoco a Barroquejón), Scrubb se mojó los labios y le gritó para arriba al Rey gigante: —Con tu permiso, señor: la Dama de la Túnica Verde te saluda por nuestro intermedio, y dice que seguramente te gustaría tenernos para tu banquete de otoño. El Rey gigante y la Reina gigante se miraron, asintieron, y sonrieron de un modo que a Jill no le gustó mucho. Le gustó más el Rey que la Reina. Tenía una barba elegante y rizada y nariz aguileña y recta y era bastante buenmozo, como gigante. La Reina era espantosamente gorda y tenía doble barba y la cara gorda y empolvada, lo que no es muy agradable la mayoría de las veces y, claro está, es mucho peor cuando es diez veces más grande. De pronto el Rey sacó le lengua y se lamió los labios. Cualquiera puede hacer eso; pero su lengua era tan sumamente grande y roja, y la sacó en forma tan inesperada, que Jill se llevó un buen susto. —¡Oh, qué niños tan buenos! —dijo la Reina. ("Tal vez sea ella la más simpática, después de todo", pensó Jill). —Sí, es cierto —dijo el Rey—, unos niños excelentes. Bienvenidos a nuestra corte. Denme sus manos. El alargó su enorme mano derecha, muy limpia y con cualquier cantidad de anillos en los dedos, pero con unas horribles uñas puntiagudas. Era demasiado grande para estrechar las manos que los niños, por turno, levantaban hacia él; pero pudo estrechar sus brazos. —¿Y qué es eso? —preguntó el Rey, señalando a Barroquejón. —Reshpeto-petacuajo —dijo Barroquejón. —¡Ay! —chilló la Reina, tapándose casi hasta los tobillos con sus faldas—. ¡Qué cosa más horrorosa! ¡Y está viva! —No le hará nada, señora, de veras, no le hará nada —dijo Scrubb, con impaciencia—. Le va a gustar mucho cuando lo conozca mejor, estoy seguro. Espero que no pierdan su interés por Jill en el resto del libro si les digo que en ese instante se puso a llorar. Había muchas razones para excusarla. Sus pies y manos y orejas y nariz empezaban recién a descongelarse; su ropa chorreaba de nieve derretida; casi no había comido o bebido ese día; y le dolían tanto las piernas que sintió que no sería capaz de mantenerse en pie mucho tiempo más. Sin embargo, en ese momento fue lo mejor que pudo haber hecho, pues la Reina dijo: —¡Ah, la pobrecita! Mi Lord, hacemos mal en tener a nuestros huéspedes de pie. ¡Rápido, uno de ustedes! Llévenselos. Denles comida y vino y un baño. Consuelen a la niñita. Denle caramelos, denle muñecas, denle medicinas, denle todo lo que se les ocurra: leche caliente y confites y alcaraveas y canciones de cuna y juguetes. No llores, niñita, o no servirás para nada cuando empiece el banquete de otoño. Jill estaba indignada, igual que lo estaríamos tú y yo, al oír mencionar juguetes y muñecas; y aunque los caramelos y los confites eran muy ricos en su especie, ella esperaba ardientemente que le dieran algo más sustancioso. El estúpido discurso de la Reina produjo, sin embargo, excelentes resultados, ya que unos gigantescos camareros cogieron de inmediato a Barroquejón y a Scrubb, y una gigantesca dama de honor a Jill y los llevaron a

sus dormitorios. La habitación de Jill era casi del tamaño de una iglesia, y habría tenido un aspecto muy solemne si no hubiese sido por el fuego que ardía estrepitosamente en la chimenea y por la espesa alfombra carmesí que cubría el piso. Y aquí comenzaron a sucederle cosas deliciosas. Se la entregaron a la vieja niñera de la Reina, que era, desde el punto de vista de un gigante, una anciana pequeña casi doblada en dos por la edad; y desde el punto de vista humano, una giganta lo suficientemente baja como para moverse en una habitación de tamaño normal sin golpearse la cabeza contra el techo. Era muy competente, aunque Jill hubiera preferido que no chasqueara constantemente la lengua ni dijera cosas tales como "¡Oh, la, la! Arriba, primor", y "Ahí está mi palomita" y "Nos vamos a portar muy bien, mi querida". Llenó un gigantesco baño de pies con agua caliente y ayudó a Jill a meterse dentro. Si sabes nadar (y Jill sabía) una bañera gigante es algo exquisito. Y las toallas gigantes, aunque un poquito ásperas y toscas, también son exquisitas, porque miden metros y metros. Lo cierto es que no necesitas secarte, basta con envolverte en una frente al fuego y ¡a divertirte! Y cuando terminó, la vistieron con ropa limpia, fresca, tibia: prendas elegantísimas y un poco demasiado grandes para ella, pero que evidentemente estaban hechas para humanos y no para gigantas. "Supongo que estarán acostumbrados a gente de nuestro tamaño, si esa mujer de la túnica verde viene siempre para acá", pensó Jill. Pronto pudo comprobar que estaba en lo cierto, porque frente a ella colocaron una mesa y una silla de la altura apropiada para un humano adulto de tamaño normal, y los cuchillos y tenedores y cucharas eran también del porte adecuado. Fue maravilloso poder sentarse, sintiéndose por fin abrigada y limpia. Aún estaba descalza y era una delicia pasear a pie pelado por la gigantesca alfombra. Se hundía hasta más arriba de los tobillos, y eso era lo preciso para sus pies adoloridos. La comida —que supongo deberemos llamar cena, aunque era ya cerca de la hora del té— consistió en sopa de pollo y puerros, y pavo asado, y budín, y castañas tostadas, y toda la fruta que quisieras comer. Lo único molesto era la niñera que entraba y salía, y cada vez que entraba traía un juguete gigantesco; una muñeca inmensa, más grande que la propia Jill; un caballo de madera sobre ruedas, casi del tamaño de un elefante; un tambor que parecía un gasómetro chico: y un cordero de lana. Eran juguetes ordinarios, cosas muy mal hechas, pintados con colores brillantes, y Jill no soportaba ni verlos. Le dijo miles de veces a la niñera que no los quería, pero la niñera respondía: —¡Vamos, eso sí que no! ¡Vas a ver que los vas a querer cuando hayas descansado un poco, ya verás! ¡Je, je, je! Y ahora, a la camita. ¡Qué preciosura! La cama no era una cama de gigantes sino sólo una gran cama de columnas, como las que puedes haber visto en algún hotel anticuado; y se veía más chica en aquella enorme habitación. Estaba feliz de poder dormir en esa cama. —¿Está nevando todavía, niñera? —preguntó, soñolienta. —No, ahora está lloviendo, palomita —respondió la giganta—. La lluvia lavará toda esa nieve sucia. ¡Mi niñita preciosa podrá salir a jugar mañana! —Y arropó a Jill y le dio las buenas noches. No he visto nada más desagradable que una giganta te dé un beso. Jill pensó lo mismo, pero se durmió a los cinco minutos. La lluvia cayó sin parar toda esa tarde y toda la noche, azotando las ventanas del castillo. Jill no oyó nada, pues durmió profundamente hasta después de la hora de la cena y pasada la medianoche. Y entonces llegó la hora más silenciosa de la noche y sólo los

LA SILLA DE PLATAWhere stories live. Discover now