XV JILL DESAPARECE

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El manchón de luz no mejoró en nada la visibilidad de los que permanecían abajo en la oscuridad. Los otros tres podían escuchar, pero no ver, los esfuerzo de Jill por subirse a la espalda del Renacuajo del Pantano. Es decir, escucharon que él decía: "No tienes para qué meterme un dedo en el ojo", y "Ni tampoco un pie en mi boca", y "Eso está mejor", y "Ahora te voy a sostener por las piernas. Así tendrás libres los brazos para sujetarte a la tierra". Miraron hacia arriba y pronto vieron la negra silueta de la cabeza de Jill contra el manchón de luz. —¿Y qué hay? —gritaron todos ansiosamente. —Es un hoyo —se escuchó gritar la voz de Jill—. Podría pasar por ahí si estuviera un poco más en alto. —¿Qué ves por el hoyo? —preguntó Eustaquio. —No mucho todavía —contestó Jill—. Oye, Barroquejón, suéltame las piernas para poder pararme en tus hombros en lugar de estar sentada. Puedo afirmarme muy bien del borde. La oyeron moverse y luego una buena parte de su cuerpo quedó a la vista contra la grisácea abertura; en realidad, todo su cuerpo hasta la cintura. —Oigan —comenzó Jill, pero se detuvo súbitamente, danto un grito; no fue un grito agudo. Sonó más bien como si le hubieran tapado la boca o le hubieran metido algo adentro. Luego recuperó la voz y pareció que gritaba lo más fuerte posible, pero ellos no pudieron oír sus palabras. Entonces sucedieron dos cosas al mismo tiempo. Por un par de segundos se tapó completamente el manchón de luz; y escucharon a la vez un ruido de riña, de lucha, y la voz del Renacuajo del Pantano que decía, jadeante: —¡Rápido! Ayúdenme. Sujeten sus piernas. Alguien la está tirando. ¡Allá! No, aquí. ¡Demasiado tarde! La abertura y la fría luz que la llenaba se veían ahora perfectamente claras. Jill había desaparecido. —¡Jill, Jill! —gritaron, frenéticos, pero no hubo respuesta. —¿Por qué demonios no pudiste sujetar sus pies? —dijo Eustaquio. —No sé, Scrubb —respondió Barroquejón con voz quejumbrosa—. Nací para ser un rebelde. Predestinado. Predestinado a ser la muerte de Pole, tal como estaba predestinado a comer un venado que habla en Harfang. No es que no sea culpa mía, también, por supuesto. —Esta es la mayor vergüenza y dolor que nos podía caer encima —murmuró el Príncipe—. Enviamos a una valiente dama en medio del enemigo y nosotros nos quedamos atrás, muy a salvo. —No lo pintes tan demasiado negro, señor —dijo Barroquejón—. No estamos tan a salvo: aún podemos morirnos de hambre en este hoyo. —¿Seré suficientemente pequeño como para pasar por donde lo hizo Jill? —dijo Eustaquio. Lo que le había acontecido a Jill en realidad fue lo siguiente: En cuanto sacó la cabeza fuera del hoyo, descubrió que miraba para abajo como quien está en una ventana de segundo piso, y no hacia arriba, como si mirara por una ventanilla de ventilación. Había pasado tanto tiempo en la oscuridad que al principio sus ojos no podían captar lo que estaban viendo, excepto que no miraba el mundo asoleado a plena luz del día que deseaba

ver. Parecía que el aire era horrorosamente helado, y la luz era pálida y azul. Había mucho ruido y un montón de objetos blancos revoloteaban en el aire. Fue en ese momento cuando le gritó a Barroquejón que la dejara pararse en sus hombros. Una vez que lo hizo pudo ver y oír muchísimo mejor. Los ruidos que había escuchado resultaron ser de dos clases: el rítmico golpeteo de numerosos pies y la música de cuatro violines, tres flautas y un tambor. También pudo conocer claramente su propia posición. Estaba asomada por un hoyo en una empinada cuesta que descendía hasta el plano a unos cinco metros más abajo. Todo era muy blanco. Un gentío iba y venía. ¡Y entonces se quedó boquiabierta! Esa gente eran pequeños y elegantes faunos, y dríades cuyos cabellos coronados de hojas flotaban sobre sus espaldas. Por un segundo pareció que se movían de cualquier modo; luego Jill vio que en realidad se trataba de una danza, una danza llena de pasos y figuras tan complicados que te demorabas un buen rato en entenderla. De repente se dio cuenta, como si le hubiera caído un rayo, que la luz pálida, azulada, era en verdad luz de luna, y que la cosa blanca sobre el suelo era verdaderamente nieve. ¡Por supuesto! Había estrellas que te contemplaban desde lo alto del helado cielo negro. Y esas altas y negras cosas detrás de los bailarines eran árboles. No sólo habían salido por fin al Mundo de Arriba, sino que salían en pleno corazón de Narnia. Jill sintió que se iba a desmayar de felicidad; y la música, la música salvaje, intensamente dulce y sin embargo un poquitito misteriosa también y llena de magia buena, así como el rasgueo de la Bruja había estado lleno de magia mala, la hizo sentir más fuertemente aún esa sensación de desmayo. Todo esto toma largo tiempo para describirlo, pero ella tardó muy poco en verlo. Jill se volvió casi de inmediato para gritar a los otros: " ¡Oigan! Todo está bien. Salimos, estamos en casa". Pero la razón por la cual no siguió más allá de "Oigan" fue ésta: rodeando a los bailarines había un círculo de enanos, todos vestidos con sus mejores galas; la mayoría color escarlata con capuchones forrados en piel y con borlas doradas, y grandes botas altas también forradas en piel. A medida que daban vueltas iban lanzando bolas de nieve con gran rapidez. (Estas eran las cosas blancas que Jill había visto volar por el aire). No se las tiraban a los bailarines como lo habrían hecho los niños tontos en Inglaterra. Las lanzaban a través de la danza siguiendo con tal perfección el compás de la música y con una puntería tan perfecta, que si todos los bailarines estaban exactamente en el lugar correcto en el momento exactamente correcto, no le pegaban a nadie. Es la llamada Gran Danza de la Nieve que se realiza todos los años en Narnia en la primera noche de luna llena en que hay nieve sobre el suelo. Claro que es una especie de juego al mismo tiempo que una danza, pues de cuando en cuando algún bailarín puede equivocarse un poquitito y recibir una bola de nieve en la cara, y entonces todos se ríen. Pero un buen equipo de bailarines, enanos y músicos puede resistir por horas sin ni un solo golpe. En las noches claras, cuando el frío y los golpes del tambor y el ulular de los búhos y el claro de luna se les ha metido en la sangre, su sangre salvaje y montaraz, volviéndola aún más salvaje, ellos pueden seguir bailando hasta el amanecer. Me encantaría que pudieras verlo con tus propios ojos. Y lo que detuvo a Jill cuando alcanzó sólo a decir "Oigan" fue, claro está, simplemente una magnífica bola de nieve que desde las manos de un enano que estaba al otro lado voló a través de los bailarines y le pegó en plena boca. No le importó ni un comino; ni veinte bolas de nieve la hubieran desalentado en ese momento. Pero, por muy feliz que te sientas, no puedes hablar con la boca llena de nieve. Y cuando después de muchos balbuceos logró hablar de nuevo, se olvidó totalmente en su emoción de que los otros, allá abajo, en la oscuridad detrás de ella, no sabían nada de estas buenas novedades.

LA SILLA DE PLATAWhere stories live. Discover now