XI EN EL CASTILLO TENEBROSO

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Cuando trajeron la comida (que era pastel de pichón, jamón frío, ensalada y bizcochos), acercaron sus sillas a la mesa y empezaron a comer. El Caballero continuó: —Ustedes deben entender, amigos, que yo no sé nada de quién fui ni de cuándo vine a este mundo sombrío. No recuerdo haber vivido en otra parte fuera de la corte de esta tan celestial Reina; pero creo que ella me salvó de algún maligno encantamiento y me trajo hasta aquí por su excesiva generosidad. (Honrado Cara de Rana, tu copa está vacía. Permíteme que te la vuelva a llenar). Y esto me parece lo más posible, pues aún ahora estoy ligado a un hechizo, del cual sólo mi Señora puede liberarme. Todas las noches llega una hora en que mi mente sufre un horrible cambio, y, tras la mente, todo mi cuerpo. Al principio me pongo furioso y violento y me abalanzaría contra mis mejores amigos para asesinarlos, si no estuviera atado. Y al minuto después, tomo la apariencia de una enorme serpiente, hambrienta, feroz y mortal. (Señor, por favor, sírvete otra pechuga de pichón, te lo ruego). Así me han dicho, y seguramente dicen la verdad, ya que mi Señora dice lo mismo. Yo no sé nada de eso, porque cuando pasa mi hora, despierto olvidando todo aquel ruin arrebato y con mi mismo aspecto y mi mente sana, salvo que muy fatigado. (Damita, come uno de esos bizcochos de miel que traen para mí desde alguna tierra de bárbaros en el lejano sur del mundo). Ahora su Majestad la Reina sabe, por sus artes, que me veré libre de este hechizo una vez que ella me haya hecho rey de una tierra en el Mundo de Encima y haya puesto su corona sobre mi cabeza. La tierra ya está elegida, así como el lugar exacto para nuestra evasión. Sus terrígeros han trabajado día y noche cavando un camino por debajo y ya han ido tan lejos y a tal altura que han hecho un túnel de una veintena de metros justo debajo del pasto sobre el que caminan los habitantes de ese país de arriba. Y dentro de muy poco se cumplirá el sino de esos montañeses. La Reina ha ido esta noche a las excavaciones, y yo espero un mensaje para acudir a su lado. Entonces el delgado techo de tierra que todavía me mantiene alejado de mi reino se abrirá, y con ella como guía y mil terrígeros a mis espaldas, cabalgaré hacia adelante en armas, caeré sorpresivamente sobre mis enemigos, mataré a sus jefes, derribaré sus plazas fuertes y, sin duda, seré coronado rey dentro de cuatro y veinte horas. —Ellos tienen harta mala suerte, ¿no? —dijo Scrubb. —¡Sois un muchacho de un ingenio maravilloso y muy ágil! —exclamó el Caballero—. Pues, por mi honor, nunca había pensado en eso antes. Entiendo lo que quieres decir. Por unos instantes pareció ligeramente, muy ligeramente, perturbado; pero pronto su cara se iluminó y rompió en otra de sus carcajadas. —¡Pero qué vergüenza tanta gravedad! ¡Es la cosa más cómica y ridícula del mundo pensar en todos ellos yendo a sus trabajos, sin soñar que bajo sus pacíficos campos y suelos, sólo unas brazas más abajo, hay todo un ejército listo para irrumpir allí y caerles encima como un manantial! ¡Y pensar que no se lo han sospechado nunca! ¡Pero si ellos mismos, una vez pasado el primer escozor de su derrota, no tendrán otra alternativa que reírse de todo esto! —No lo encuentro nada de divertido —dijo Jill—. Creo que vas a ser un perverso tirano. —¿Qué? —dijo el Caballero, riendo todavía y haciéndole cariño en la cabeza de una

manera exasperante—. ¿Nuestra damita es una astuta política? Pero no temas, mi amor. Cuando gobierne esa tierra, haré todo lo que me aconseje mi Señora, que entonces será además mi Reina. Su palabra será mi ley, igual que mi palabra será ley para el pueblo que habremos conquistado. —Allá de donde yo vengo —dijo Jill, a quien por minutos le desagradaba más el Caballero— no hay muy buena opinión de los hombres que se dejan mandar por sus esposas. —Pensarás distinto cuando tú misma tengas tu propio hombre, te lo garantizo —repuso el Caballero, pensando aparentemente que esto era muy gracioso—. Pero con mi Señora el asunto es diferente. Yo estoy muy contento de vivir siguiendo sus consejos, que ya me han salvado de miles de peligros. Ninguna madre se ha tomado mayores molestias por su hijo con tanta ternura como su gracia la Reina ha hecho por mí. Vean cómo, en medio de todas sus preocupaciones y trabajos, ha salido conmigo afuera, a Sobretierra para que mis ojos se acostumbren a la luz del sol. Debo ir con toda mi armadura y con la visera bajada, a fin de que ningún hombre pueda ver mi cara, y no puedo hablar con nadie. Pues ella ha sabido por medio de sus artes mágicas que esto dificultaría mi liberación del cruel hechizo que pese sobre mí. ¿No es una dama que merece toda la adoración de un hombre? —Pareciera ser una dama muy gentil, en realidad —dijo Barroquejón, con una voz que daba a entender exactamente lo contrario. Antes de que terminara la cena, ya estaban mortalmente cansados con la conversación del Caballero. Barroquejón pensaba: "Me pregunto cuál es el verdadero juego que se trae esa bruja con este joven tonto". Scrubb pensaba: "Es un niñito grande, realmente: pegado a las faldas de esa mujer; es un estúpido". Y Jill pensaba: "Es un grosero, tonto, presumido y egoísta como no he visto en mucho tiempo". Pero cuando terminó la comida, el humor del Caballero había cambiado. Ya no hubo más risas. —Amigos —dijo—. Mi hora está muy cerca. Me avergüenzo de que me vean, pero me horroriza que me dejen solo. Van a entrar y me amarrarán de manos y pies a aquella silla. ¡Ay de mí! Pero así tiene que ser, porque en mi furia, según me han dicho, podría destruir todo lo que esté a mi alcance. —Mira —dijo Scrubb—. Siento muchísimo lo de tu encantamiento, claro, pero ¿qué nos harán a nosotros esos tipos cuando vengan a amarrarte? Dijeron que nos meterían en prisión. Y no nos gustan mucho esos lugares tan oscuros. Preferimos quedarnos aquí hasta que tú estés... mejor... si es que podemos. —Bien pensado —respondió el Caballero—. Es costumbre que nadie más que la Reina se quede conmigo en mi hora de maldad. Es tal su tierna preocupación por mi honor que no podría soportar que otros oídos fuera de los suyos escucharan las palabras que profiero en mi frenesí. Pero no será fácil persuadir a mis gnomos sirvientes de que ustedes deben permanecer conmigo. Y parece que ya oigo sus pasos suaves por las escaleras. Crucen aquella puerta, que lleva a mis otros aposentos. Allí esperen mi regreso después de que ellos me desaten; o bien, si lo prefieren, vuelvan y quédense conmigo en mis desvaríos. Siguieron sus instrucciones y salieron de la habitación por una puerta que no habían visto todavía abierta. Llegaron, para su gran alegría, no a la oscuridad sino a un iluminado corredor. Ensayaron varias puertas y encontraron (lo que necesitaban muy urgentemente) agua para lavarse e incluso un espejo. —Nunca nos ofreció donde lavarnos antes de la cena —dijo Jill, secándose cara—. Grosero, egoísta, egocéntrico. —¿Vamos a regresar para presenciar el hechizo, o nos quedaremos aquí? —preguntó

LA SILLA DE PLATAWhere stories live. Discover now