Sintieron que se habían ganado lo que Scrubb llamó un "respiro". La Bruja había cerrado la puerta con llave y ordenado a los terrígeros que no la molestaran, por lo tanto no había peligro de interrupciones por ahora. Su primera tarea era, por supuesto, el pie quemado de Barroquejón. Con un par de camisas limpias que sacaron del dormitorio del Príncipe, cortadas en tiras y bien untadas por dentro con mantequilla y aceite de la ensalada que tomaron de la mesa de la cena, hicieron unas vendas bastante buenas. Una vez puesto el vendaje, se sentaron y comieron una cena ligera, mientras discutían planes para escapar de Bajotierra. Rilian les explicó que había una cantidad de salidas por las cuales se podía llegar a la superficie; a él lo habían sacado por la mayoría de ellas alguna vez. Pero nunca había salido solo, únicamente con la Bruja, y siempre llegó a estas salidas viajando en un barco a través del mar sin sol. Nadie podía adivinar qué dirían los terrígeros si él bajaba a la bahía sin la Bruja, y con tres extranjeros, y ordenaba simplemente que le prepararan un barco. Pero es bien probable que hicieran preguntas embarazosas. Por otra parte, la nueva salida, la que se construía para la invasión al Mundo de Encima, estaba a este lado del mar, y sólo a pocos metros de distancia. El Príncipe sabía que estaba casi terminada; unos pocos centímetros de tierra nada más separaban las excavaciones del aire exterior. Era incluso muy posible que ya estuviese totalmente terminada. Quizás la Bruja había vuelto para decírselo y comenzar el ataque. Aun si no era así, probablemente podían cavar ellos mismos y salir por esa ruta en unas pocas horas, siempre que pudieran llegar hasta allí sin que los detuvieran, y siempre que no hubiera guardia en el lugar de las excavaciones. Esas eran las dificultades. —Si me preguntan a mí... —empezó a decir Barroquejón, cuando Scrubb lo interrumpió. —Escuchen —dijo—¿Qué es ese ruido? —¡Hace rato que lo oigo! —exclamó Jill. En efecto, todos habían escuchado el ruido, pero había comenzado y había aumentado tan gradualmente que no supieron en qué momento lo advirtieron por primera vez. Al principio fue una vaga inquietud, como una brisa suave o el rumor muy lejano del tránsito. Luego creció hasta ser un murmullo semejante al mar. Después hubo estruendos y carreras precipitadas. Ahora parecía que se escuchaban voces también y además un clamor constante que no era de voces. —¡Por el León! —exclamó el Príncipe Rilian—. Parece que esta tierra silenciosa ha encontrado por fin su lengua. Se levantó, caminó hasta la ventana y corrió las cortinas. Los otros se agruparon a su alrededor para mirar hacia afuera. Lo primero que advirtieron fue un enorme resplandor rojo. Su reflejo dibujaba una mancha roja en la bóveda del Mundo Subterráneo a miles de metros sobre ellos, y les permitía ver un techo rocoso que tal vez había estado oculto en la oscuridad desde los comienzos del mundo. El resplandor venía de una parte alejada de la ciudad, de modo que numerosos edificios, grandes y lúgubres, se destacaban tenebrosamente contra su luz. Pero también proyectaba su claridad en varias calles que conducían al castillo. Y algo muy curioso estaba sucediendo en aquellas calles. Las apretadas y silenciosas muchedumbres habían desaparecido. En su lugar se veían siluetas moviéndose precipitadamente, de a uno,
de a dos, de a tres. Se comportaban como gente que no quiere que la vean; acechando en la sombra detrás de los pilares o en los portales, y luego cambiándose de sitio rápidamente, atravesando el espacio abierto hacia nuevos escondites. Pero lo más raro de todo, para cualquiera que sepa de gnomos, era el ruido. Gritos y llantos por todas partes. Mas de la bahía venía un rumor bajo, sordo, que se hacía continuamente más fuerte y que ya estaba estremeciendo la ciudad entera. —¿Qué les ha pasado a los terrígeros? —preguntó Scrubb—. ¿Son ellos los que gritan? —Es casi imposible —respondió el Príncipe—. Nunca oí a ninguno de esos bribones hablar en voz alta en todos estos aburridos años de mi cautiverio. Alguna nueva maldad, no lo dudo. —¿Y qué es esa luz roja allá arriba? —preguntó Jill—. ¿Algún incendio? —Si me preguntan a mí —dijo Barroquejón—, diría que es el centro de la tierra que estalla para dar paso a un nuevo volcán. Y nosotros vamos a estar en el medio, no me extrañaría nada. —¡Miren ese barco! —exclamó Scrubb—. ¿Por qué viene tan rápido? No se ve a nadie remando. —¡Miren, miren! —dijo el Príncipe—. El barco ya se ha alejado de este lado de la bahía... está en la calle. ¡Miren! ¡Todos los barcos se desvían hacia la ciudad! ¡Que me zurzan, el mar está subiendo! Las aguas se nos van a venir encima. Y ¡alabado sea Aslan! Este castillo está a buena altura. Pero el agua avanza a una velocidad increíble... —Pero ¿qué puede estar pasando? —gritó Jill—. Fuego y agua y toda esa gente escabullándose por las calles. —Te diré lo que pasa —dijo Barroquejón—. Esa Bruja ha conjurado una serie de maleficios a fin de que a su muerte, en ese preciso instante, todo su reino se haga pedazos. Es de esa clase de persona a quien no le importa morir con tal de estar segura de que el tipo que la mate va a morir quemado, o sepultado vivo, o se ahogará cinco minutos después. —¡Diste en el clavo, amigo Renacuajo! —exclamó el Príncipe—. Cuando nuestras espadas cortaron la cabeza de la Bruja, ese golpe acabó con sus poderes mágicos, y ahora las Tierras de las Profundidades están cayendo a pedazos. Estamos presenciando el final del Mundo Subterráneo. —Así es, Señor —dijo Barroquejón—. A menos que dé la casualidad de que sea el final de todo el mundo. —¿Y nos vamos a quedar aquí... a esperar? —balbuceo Jill, asombrada. —Yo no lo aconsejaría —dijo el Príncipe—. Yo iré a rescatar a mi caballo Azabache y al de la Bruja, Copo de Nieve (una noble bestia que merecía una mejor dueña), que están en las caballerizas, en el patio. Y después, larguémonos y tratemos de llegar a lugares más altos, y recemos para poder encontrar una salida. Si es necesario, podemos ir de a dos en cada caballo, y si los espoleamos podrán pasar por sobre las aguas. —¿Su Alteza no se pondrá la armadura? —preguntó Barroquejón—. No me gustan nada esos... Y señaló hacia abajo, a la calle. Todos miraron. Docenas de criaturas (y ahora que estaban cerca, eran evidentemente terrígeros) subían desde la bahía. Pero no se movían como un gentío sin ningún propósito. Se comportaban como modernos soldados al ataque, cargando y poniéndose a cubierto, cuidando de que no los vieran desde las ventanas del castillo.
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LA SILLA DE PLATA
Ciencia Ficciónsexto libro de las cronicas de narnia escrito por C.S. Lewis a quien se le debe todos los derechos de autor