LA SILLA DE PLATA: Comentario de Ana María Larraín

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El orden ha sido, una vez más, restaurado. La anarquía reinante en el Colegio Experimental —donde se experimenta con la ignorancia y el matonaje antes que con los valores auténticos de la sabiduría y la justicia— ha pasado ya a formar parte de la historia. Los desmanes de la Pandilla han dejado en evidencia no sólo su propia estupidez, sino, sobre todo, la ineficiencia irremediable de su Directora. De allí que el autor de estas Crónicas, sonrisa en ristre y destilando las gotas bien dosificadas de su punzante ironía, la mande a vagar por cargos inútiles donde cualquier rasgo de estulticia pudiera, sin más, incorporarse al esquema. No extraña, dentro del espíritu crítico de Lewis, que la dama en cuestión termine sentada en un banco del Parlamento inglés: las instituciones de su patria son las primeras en caer bajo el hachazo de su pluma. Porque si en todas partes "se cuecen habas", y de eso está consciente la sensibilidad y lucidez de su pensamiento, en el territorio amado del país de origen los "detalles" no se perdonan. Y dar vuelta el fin supremo de la actividad educadora no es, desde luego, ningún jueguito, aunque así quieran hacerlo aparecer los perversos —o los imbéciles— de siempre. Para restablecer el equilibrio está, gracias a Dios, el soplo venturoso de Aslan, demoledor e inaplazable como la misma verdad que encarna con dorada calidez. La fuerza de su hálito no admite resistencia, y así se encargan de verificarlo la impetuosa Berta y el ex incrédulo Eustaquio, que completa aquí, para bien del lector, su formación narniana, iniciada en La travesía del Explorador del Amanecer (Crónicas III). La irrupción del león en el relato se lleva a cabo no ya por la vía visual o auditiva, como en ocasiones anteriores, sino, ahora (y tal vez por la urgencia que requieren los hechos), por la experimentación directa de su energía vital, su aliento. Es por eso que no será tampoco el agua el elemento primordial que enmarcará y dará sentido a lo narrado; su papel estructurador será asumido aquí por un hermano gemelo, el aire. VOLAR es, en el rescate del hijo de Caspian, la consigna del minuto, pues no hay otra forma de cruzar el umbral. El aire bota muros y pone las cosas en su sitio, tal como el soplo de Aslan —con el que se identifica— puede provocar, y provoca, la magia..., y tal como, encaramados sobre las plumas del búho, a los niños se les posibilita adentrarse en la noche y mirar "la vida" desde otra perspectiva. La llave maestra, claro, la tienen los búhos, auscultadores míticos de lo secreto y conocedores sempiternos de lo desconocido; su lenguaje peculiar —una armonía en "u"— marca, por lo demás, la diferencia. Y es que instalarse en Narnia significa movilizarse sobre el lomo vertiginoso pero siempre rico de la imaginación. Inestimable guía resulta para estos efectos, como para tantos otros, el sentido del humor. Adherido a esa capacidad de ternura que deja entrever con maestría el narrador, el humor se personifica de paso en el malhumorado Trumpkin —sordo como

una tapia a estas alturas del tiempo en Narnia— y, particularmente, en Barroquejón. Sensacional creación esta, la del Renacuajo del Pantano, cuyas evoluciones "aguafiestas" irán adquiriendo línea a línea una dimensión más profunda, impulsadas como avión a chorro por el momento más emocionante del relato: "He perdido a mi reina y a mi hijo; ¿perderé también a mi amigo? Las palabras que el rey Caspian graba a fuego en el corazón del lector van dirigidas, es cierto, al fiel Orinian, pero se cuajan en genuinas lágrimas en lo más medular del sentimiento. ¿Dónde encontrar una declaración más recia —y escueta— de la amistad, el afecto entronizado por los griegos que Lewis, aquí y en sus ensayos∗, rescata? El instante, sin duda, es breve, aunque su calor repiquetea como el soplo de Aslan en el interior del hombre. No hay desvíos en el recto camino del amor. De una manera u otra es lo que demuestra, a fin de cuentas, Barroquejón, bajo cuyo aparente NO late, pujando por salir a flote, el decidido SI de su acción. El escepticismo de su discurso es desmentido a cada rato por la generosidad de una entrega que sobrepasa tenazmente los límites de su pensamiento teórico. Muy pronto los niños, junto con el lector, descubren la "trampita", titilando tras la máscara que constituye su defensa; a la siga de sus pasos, se internan en ese mundo de idiotez representado por los gigantes. Y la perspectiva del narrador no puede sino hacerse cómplice de la grandiosa pequeñez infantil al concretar —visualmente— la relación proporcional inversa entre tamaño físico e inteligencia: mucho más hábiles se muestran, sin duda, los enanos que esos monstruos de cabeza de piedra y refinados (supongamos) gustos culinarios. Tal vez los "elegantes bípedos" adultos no hemos dado aún pruebas contundentes de nuestra supuesta sensatez... ¡Pero en fin! Suspiros aparte, el hecho es que la Gran Lección no proviene precisamente de algún "elegante bípedo" (en caso de dudas, ver libro de cocina del castillo de Harfang), sino, como bien se sabe, de la naturaleza híbrida del Gran Aguafiestas. Quizás por pertenecer a dos ámbitos y por llevar a "cuestas las alegrías y desventuras de su duplicidad, el inefable Renacuajo del Pantano se dignifica a sí mismo en cuanto Salvador. Cuando todos han tirado la esponja —demasiado fuerte es, en verdad, el verdoso fulgor de la Bruja y sus encantamientos del Mundo de Abajo—, Barroquejón se revuelve valientemente en su contra esgrimiendo una única y definitiva pregunta: "i Y QUE?" ¿Y si todo lo que ella dice sea cierto, y si es verdad que no existen el sol ni el cielo azul ni el canto de los pájaros, y si el Mundo de Arriba no es más que un sueño...? ¿QUE? Yo me quedo con ese sueño, porque ese sueño es lo que me ha hecho feliz y porque ese sueño —si lo fuera— es lo que me impele a vivir. NO ME INTERESA tu mundo opaco y lleno de tristezas AUNQUE SEA REAL. ¡Yo me quedo con el mundo de mis supuestos sueños! Porque yo me quedo con Aslan: éste es mi Credo. ¡Ni Sócrates hubiera sido capaz, querido, querido Barroquejón, de una semejante apología! A ti no te aterra la cicuta, porque no sabes si existe la muerte. Sólo sabes

∗ Cfr. Los cuatro amores, Edit. Universitaria, Stgo., 1988.

—y puedes dar fe— que existen en ti el sol, el cielo azul y el canto de los pájaros. Por eso... ¡ADELANTE! En el nombre de Aslan. 

LA SILLA DE PLATAWhere stories live. Discover now