Capítulo 4

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El domingo por la mañana Simón se despertó temprano, muy temprano, pero no bajó a desayunar con su familia, sino que se quedó en su habitación, se había levantado con ganas de no ver ni interactuar con nadie. Así que permaneció ordenando su cuarto, el cual era un terrible desastre, hojas sueltas con fragmentos de sus historias, un comienzo por aquí y un final por allá, bolitas de papel con ideas que no habían salido del todo de su cabeza, lapiceras de todos colores desparramadas por el suelo, collages de diferentes libros que Simón había leído, hojas de carpeta, escritas y sin escribir. 

Así se le pasó toda la mañana, empezó con las bolitas de papel y terminó con las lapiceras, luego pasó la escoba, limpió los vidrios y cambió las sábanas de su cama. Para cuando Simón se dio cuenta ya eran las doce del mediodía y su mamá estaba llamándolo:

-¡Simón a comer!

Simón no quería comer, no tenía hambre, pero sabía que debía comer, pero no porque necesitaba las vitaminas que el almuerzo le brindaba, sino porque su mamá le estaría encima todo el tiempo sino bajaba y se devoraba su comida, sin dejar una sola miga en su plato. Así que bajó.

Cuando bajó toda la familia estaba reunida, lo que era poco usual, a la cabecera de la mesa estaba su padre, del lado derecho su madre, y del lado izquierdo Lara, su hermana, a Simón le tocaría la otra punta de la mesa, justo en frente de su padre, el lugar que menos le gustaba, línea directa con su padre, cara a cara, su padre observándolo durante todo el almuerzo, buscando de lo que hacer una “crítica constructiva”, como su padre las llamaba, pero Simón sabía que era solamente algo que a su padre le provocaba deleite hacer. A Lara nunca le decía ninguna “Crítica constructiva”, ella siempre era perfecta, nunca hacía nada mal, y eso a él le fastidiaba, ¿Por qué tenía que ser perfecta en todo lo que hacía? ¿Por qué nunca le decían nada?

El almuerzo fue incómodo y eterno, los minutos parecían horas, nadie hablaba, como solía ser, el padre de Simón parecía un pez de tan grande que tenía los ojos y estaba siempre alerta ante cualquier movimiento en falso que Simón realizaba, la madre de Simón se veía afligida, preocupada, pero siempre tenía esa expresión en su cara, Lara, tenía sus grandes ojos verdes fijos en su plato y cortaba la carne en trozos tan pequeños como si un ave fuera a comer eso. Finalmente el almuerzo terminó, y, aunque Simón no tenía nada que hacer, se alegró de que terminara y de no tener que interactuar con nadie hasta la cena, lo que significaba justo siete horas de soledad, ensimismamiento, de encerrarse en su mundo y no pensar en las cosas que lo rodeaban y preocupaban como lo eran, por ejemplo, que su madre encontrara algo de lo que quejarse, que su padre quisiera pasar tiempo con él jugando al ajedrez y a las damas, y, aunque no pensara mucho en eso, los incidentes ocurridos en la Costanera.

Simón subió a la habitación, encendió su computadora y se puso los auriculares y escuchó música, sus canciones favoritas al máximo de volumen, todas eran deprimentes, Simón trataba de buscar siempre las canciones que mejor describieran su ánimo en aquel momento, ese día Simón se sentía abatido y perturbado, y todas las canciones que estaba escuchando trataban exactamente sobre eso.

Cada vez que Simón escuchaba música se quedaba mirando un punto fijo, y no apartaba la mirada de él, no sabía por qué , nadie lo hace, era algo que solamente él podía hacer, quedarse mirando algo, en cualquier parte y de cualquier tamaño, quedándose inmóvil, sin siquiera parpadear, ni un solo músculo se le movía.

De pronto su teléfono celular, que estaba al lado de él timbró, un llamado proveniente de un número desconocido. Simón no atendió, él nunca contestaba las llamadas cuando se trataba de números desconocidos, y esta no iba a ser la excepción. El celular volvió a timbrar, número desconocido, la cosa continuó varias veces seguidas, hasta que Simón por fin Simón se hartó de las llamadas y contestó.

Un amor espectralDonde viven las historias. Descúbrelo ahora