Capítulo 7

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Simón se sentó en el piso, con la oreja pegada a la puerta. Y escuchó los murmullos que venían de la cocina. Alguien estaba llorando desesperadamente.

- Creo que deberíamos avisarle a Simón. – Dijo una voz. Y luego se escucharon pasos que cada vez se acercaban más, así que Simón corrió hasta su cama y se tapó lo más que pudo. No sabía quién se acercaba, pero si era su padre mejor estar prevenido. Simón siempre se sintió menos al lado de su padre y éste último no lo ayudaba mucho con su autoestima, siempre le decía que era débil, que estaba flácido y muchas cosas más. Lo último que quería Simón en este momento era que su padre hiciera una mala broma sobre su falta de músculos.

La puerta de su habitación se abrió. Simón cerró los ojos para hacer de cuenta que estaba dormido. Escuchaba varios pasos diferentes, así que no era una sola persona la que había entrado, eran por lo menos dos.

- Simón, mi Simón – Dijo una de las voces mientras se sentaba en la orilla de la cama y le acariciaba con el dorso de la mano su frente, su sien y sus pómulos, deteniéndose en el mentón.

Su madre.

Sólo ella podía acariciar a alguien tan torpe y cariñosamente. Simón movió sus pestañas en un amago de despertarse, pero ni bien trató de abrir los ojos su madre dejó de acariciarlo.

Simón sintió como si lo golpearan, él necesitaba mucho de sus caricias ahora, ella no podía detenerse, no ahora, no cuando estaba necesitando esa sensación de familiaridad que hacía tanto no sentía.

- Déjalo que siga durmiendo – Dijo una voz distinta esta vez –, Parece tan tranquilo y contento.

Lara.

Y así, las dos mujeres salieron de la habitación de Simón.

Luego de esto, Simón no logró mantenerse despierto y cayó en un profundo sueño.

Se despertó sobresaltado, había soñado algo que le había hecho poner los pelos de punta. Ahora, sólo recordaba imágenes de lo que habían sido sueños de los más complejo. Anabel. Un hombre pálido, de cabello rubio y ojos azules como el océano vistiendo un elegante traje negro. Fantasmas atados a cadenas, encerrados, todos juntos y haciéndolas sonar, cada uno a su manera, como el fantasma de Marley.

Por un momento creyó que todo fue un sueño, empezando por el boliche y terminando con Anabel. Era completamente descabellado si se lo ponía a pensar. Espíritus, condenas eternas, almas en pena, guerreros, salvadores, no eran cosas que podías contar libremente sin que las personas te tomen por loco. Y tampoco era algo por lo que usualmente se estaba orgulloso. Simón no se veía entrando a su curso gritando:

- ¡Oigan todos, puedo ver fantasmas!

No. Definitivamente no. Ni ahora ni nunca. Aunque el mundo se volviera al revés. Ni aunque esa sea su única salvación. No.

¿Pero qué se suponía que debía hacer? Si no era un guerrero en lo más mínimo. De chico, Simón había soñado con ser un guerrero, con salvar doncellas en peligro, pero eso había pasado hace doce años. En esos doce años habían pasado muchas cosas. Sus historias favoritas ya no eran sobre caballeros que se ganaban el beso de una chica tras una batalla. No. Eran sobre pérdidas, sobre amores que nunca llegaban a concretarse. Había sobreestimado a los caballeros de reluciente armadura, caballeros que no existían realmente.

Finalmente optó por obligarse a pensar que todo fue un sueño. Que todo fue producto de su imaginación

Se quedó un rato así, tumbado boca arriba sobre su cama, contemplando el techo color blanco, algunas manchas de humedad empezaban a filtrarse y decoraban el techo como la piel de un dálmata.

Un amor espectralDonde viven las historias. Descúbrelo ahora