Capítulo 4 (1era parte)

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13 de mayo de 2013

Este ha sido uno de esos días en los que simplemente deseas que la noche llegue para tumbarte en la cama y sumirte en un sueño profundo y sin retorno.

Sí. Este ha sido un día para morirse.

Trabajar teniendo a Sandro tan cerca y tan lejos de mí es algo que me es imposible soportar. Casi no he podido concentrarme en lo que hacía, el recuerdo de nuestra desastrosa salida del fin de semana, la forma en que me habló, el modo en el que me rechazó. Dios mío... ¿hasta cuándo tendré que soportar este suplicio? Le amo, pero él no quiere ya saber nada de mí. Y esa chica por la que está embobado, María Fernanda, es tan bonita y amable que ni siquiera puedo consolarme con odiarla.

Si pudiera ser un poco más como ella y un poco menos como yo, ¿qué es lo que hace que todos los chicos a los que amo terminen huyendo despavoridos cuando me conocen un poco más? ¿Tan mal estoy? Mi rareza los ahuyenta... Soy un enigma y un embrollo tan grande de problemas que no se atreven a llegar a más. Debería cuidar lo que digo, quizás y así tenga un poco de suerte.

Pero ¿cómo hacerlo?, ¿cómo ocultar lo que soy? Ningún hombre merece tal nivel de autodestrucción. No puedo hacerlo.

Quizás esté condenada a quedarme sola. Si ese ha de ser mi destino, ayúdame a aceptarlo.

Por favor, Dios, ayúdame a aceptarlo.


* * *


16 de agosto de 2013

Hoy tuve la triste obligación de ver a mi padre de nuevo.

Apenas recibí el dinero que debía entregarle a mi madre —una maldita miseria— caminé todo lo rápido que la decencia me permitió para que la recepcionista y los vigilantes del edificio no notaran las lágrimas que rebalsaban de mis ojos. En el ascensor no lo soporté más. Lloré. Confieso con vergüenza que lloré. Y tuve que tragarme mi furia, mi dolor... Ese asco al sentir el olor de su colonia impregnada en mi mejilla. Sí, el muy infeliz se atreve a besarme en la mejilla, como si de un padre cariñoso se tratara. Como si nunca se hubiera atrevido a poner las manos más allá de mis mejillas.

«Lo necesitamos», dice mi madre, «y mientras lo necesitemos no podemos permitimos el lujo de enojarlo».

Siento tanta rabia al comprobar todos los días que es verdad. Mi sueldo no es suficiente, nada es suficiente. Y yo ruego a diario para que llegue rápido el día en el que pueda decirle en la cara: «Puedes quedarte con tu miseria de dinero, ya no lo necesitamos». Quisiera enfrentarlo. Poder tener vida suficiente para vivir ese momento. Siento tanta impotencia que solo quiero llorar. Incluso ahora, mientras escribo, mis ojos se empañan, todo mi cuerpo tiembla. ¿Por qué siempre tengo que ser yo?, ¿acaso mamá no recuerda...? Es probable que no. Yo misma espero que no recuerde aquello que le conté hace tanto tiempo en un instante de debilidad. Aun cuando me había jurado que nunca se lo diría. Mi tranquilidad a expensas de la suya no es lo que quiero.

Yo puedo soportarlo. Si ese es el precio que debo pagar para que ella esté bien, para que todos estemos bien, entonces que así sea.

Detesto que se me descomponga el cuerpo de este modo cada vez que lo veo.

Detesto sentir asco de mí misma cuando pienso en él.

Detesto que destruya mi ánimo de tal forma que me obligue a desahogarme en mi diario.

Detesto dedicarle páginas, que luego leeré, para volver a sentir el mismo asco y el inconfundible dolor en el pecho.

Espero con ansias el día en que todo esto termine.

El vuelo de la mariposa negraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora