Nocturnos

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La noche cae.

Se estrella sobre la tierra silenciosamente.

Cae, lunar, junto a la sombra de los muros

donde se recuesta la carne tatuada de besos

de los amantes noctámbulos.

Del brazo de la lluvia,

la noche empapa al ebrio,

huérfano de unos labios,

que deambula sin brújula por los espacios de la madrugada.

Desciende entre las heridas luminosas de las farolas,

se cuela por las ventanas del insomnio,

ofreciéndose muda, con todo lo que contiene,

a la mirada de la tristeza.

La noche humanizada, emparedada,

afila los contornos de las calles, nos niega las estrellas

y como arquitectura máxima del alma

esconde el verdadero incendio de los cielos,

el que nunca veremos.


Más allá, donde la tierra ha repudiado al hombre,

lejos, muy lejos del dolor humano,

recubre las islas salvajes,

los ojos estelares más abiertos y fijos,

más próximos al violento mar que azota las playas desiertas.

Sobre las montañas y los bosques impenetrables

viene cerniéndose un pavoroso manto de tinieblas,

haciendo presentir el oscuro fondo de los orígenes.

Las fieras braman, heladas de terror,

por la muerte esperada o asestada.

Nadie vagará solo por la amenazante negrura

que acecha desde el fragor de los abismos.

¿Quién quisiera sentir el desamparo primigenio?


En otro lugar,

refrescará las ardientes arenas

cuando baje, blanca y majestuosa,

noche transfigurada,

para acostarse sobre las dunas nómadas,

con todos los astros concertados para el esplendor celeste

para los pueblos maravillados de las caravanas.

(Ah, si pudiéramos tú y yo viajar con ellos...).


Noche desierta y sola,

pisada con sigilo y en silencio,

noche definitiva,

acoge blandamente a los que tienen que dejarlo todo

para soñar el último viaje.

Costa de los AbrazosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora