Un mango

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Solo era una muchacha

con el único vestido de moda,

la moda campesina,

ofreciendo el privilegio de la fruta

y una sonrisa tan tímida

que no se atrevía a desaparecer.

Seguramente pensaba

que la dieta perpetua de frijoles

acabaría conmigo

y que debía hacer algo antes de irse.

Yo recordé los momentos de abundancia,

no hacía muchos días, y a otra mujer.

Fuera del gran claro acotado, lejos,

había una costa en el Caribe verdiazul

donde los blandos cocoteros se nos rendían,

a punto de acariciarnos con sus copas

y yo, blanco esqueleto hecho de arroz,

me comparaba con el atleta negro,

a un costado de aquella su mítica canoa,

lamida por la espuma.

Al fondo, los bungalós tropicales,

donde el amor también había encallado

en las rocas de la indelicadeza y la premura,

entre silencios incómodos urdidos

por mis manos insolentes.

Eran les vacances,

después de meses rodeados, acordonados,

sin ver cómo la selva se abría al mar

y los cerros lujuriosos de verde se escalonaban

hasta la playa, donde

también ella, en francés,

me ofrecía la pulpa rosada

como lamentando la distancia irreparable

y una especie de compensación

por el orgullo herido.

Ahora, bajo el porche martilleado por la lluvia,

el mango multicolor brillaba,

húmedo todavía.

La fruta, en las manos morenas,

prometía toda la dulzura construida

desde las mínimas irisaciones del mundo.

Yo miré hacia la terrible frontera,

los difusos montes envueltos en vapor, diluidos

en una catarata interminable cayendo de los cielos

y después, a la brava melancolía de sus ojos.

Solo era una muchacha florecida

que, en la noche,

partiría hacia la muerte con su M-16.

Costa de los AbrazosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora