Quien con monstruos lucha

221 27 15
                                    

El día que la guerra acabó, lanzamos gritos de júbilo y festejamos el triunfo entre abrazos y vino, pero en nuestro interior, a solas con nosotros mismos, sentimos algo distinto. Tal vez fuera por los amigos que tuvimos que enterrar por el camino, o tal vez porque el agotamiento, el horror y la culpa descienden sobre los campos de batalla igual que los cuervos, y mientras unos devoran a los vivos, los otros se dan un festín con los muertos. Después de una batalla se derraman tantas lágrimas como sangre se ha vertido, pero ya no habría más batallas, y tal vez fuera eso lo que tanto nos pesaba. La guerra, que había durado siete largos años, se había convertido en la vida que conocíamos, y la victoria que una vez nos pareciera inalcanzable significaba ahora el final de un camino y el inicio de otro que, si bien esperanzador, se presentaba también incierto.

Me pregunto cuántos de nosotros llegamos a creer, a creer realmente, que la victoria estaba a nuestro alcance. Nos teníamos por locos suicidas incluso después de conocer la profecía, y yo, a quien el dedo del oráculo señalaba para asombro de mis compañeros y mío propio, seguí siendo el más escéptico de todos. Mentiría si dijera que no albergué en secreto la esperanza ridícula de que fuera cierto: de ser yo, precisamente yo, el elegido por el destino para dar muerte al tirano demente que se hacía llamar rey nuestro. ¿Acaso había sufrido yo menos a causa de su cruel despotismo? ¿Había luchado con menos ahínco a pesar de mi falta de fe? Quizá lo mereciera o quizá no, pero lo cierto es que, si sentí algo además de asombro cuando la anciana me eligió, fue cierta mezquina satisfacción ante la mirada que él me dirigió. Debo decir en su favor que después me perdonó, pero sé que nunca ha dejado de preguntarse por qué yo y no él. En realidad, todos nos preguntábamos lo mismo.

Pero era a Enjolras a quien seguíamos, y eso jamás se cuestionó ni antes ni después de aquella extraña revelación. Lo seguían unos pocos al principio, y siete años después de aquella primera rebelión de campesinos, había reunido un ejército y lo respaldaban la mitad de los nobles del reino. Se decía que era un príncipe retornado del exilio, pero ellos lo miraban con desprecio. Tendría hombres, armas y caballos, astucia, talento y encanto, pero por sus venas no corría sangre noble y, por lo tanto, no tenía derecho alguno a la corona. Que derrocara, pues, a ese avaricioso rey que se había ganado a pulso el odio de su pueblo, y que lo hiciera con su oro, sus ejércitos y su tácito consentimiento. Y cuando todo terminara, igual que una bandada de cuervos, se repartirían entre ellos el reino.

El rey había muerto.

Yacía a los pies de su trono con los ojos abiertos, pero no fui yo quien lo mató como el oráculo predijo. Cuando derribamos las puertas del gran salón de su castillo, donde se había encerrado cobardemente mientras su ejército desertaba o era aniquilado, lo encontramos ya inerte, apuñalado en el corazón por una esclava que, aterrada por las mentiras que debió contarle su señor, también se había quitado la vida.

Admito con vergüenza que fue una amarga decepción; que en ese momento predestinado y con Enjolras a mi lado, solos él y yo, me poseyó la loca idea de que una fuerza superior guiaría mi mano y mi espada. Me sentí defraudado pero, a la vez, reforzado en mi escepticismo, y no supe si Enjolras compartía mi decepción o si se alegraba en secreto de que no fuera mío aquel privilegio. No supe leer su rostro en ese momento, aunque estaba muy serio. Miraba la corona que, desprendida de la sien de su dueño, había rodado escalones abajo.

"Tendrá la corona en su mano...", me había advertido el oráculo.

Enjolras le dio la espalda a aquel objeto (y me pareció que me la daba a mí también) y abandonó el salón bajo los rayos del amanecer que despuntaba tras las altas ventanas. Oí los vítores que los hombres le dedicaban, golpeando el suelo con sus lanzas y entrechocando escudos y espadas. A mí también me llamaban, pero no fui. Pronto se sabría que el oráculo se equivocaba. No era más que una vieja que chocheaba, y nosotros, unos crédulos desesperados. Quizá su mentira nos proporcionara ese atisbo de esperanza que nos faltaba, pero eso fue todo. En nuestra victoria influyeron muchas cosas, pero no el destino. La verdad, la pura verdad, es que nada estaba escrito.

Quien con monstruos lucha | Les Miserables Dark Fantasy AUDonde viven las historias. Descúbrelo ahora