Ella.

Mi princesa.

  Estaba hermosa. Realmente lo estaba. Mi niña de ojos tristes. Se había puesto el mejor de los vestidos. Uno largo y sencillo color azul. Igual de azul como el mar y el océano. Un vestido que brillaba como brillan las estrellas, de forma muy sutil. Dudó en ponerse esos tacones que tanto le gustaban. No quería perder su esencia. Y no lo hizo. Un poco rimel. Un poco de labial color carmesí. Unos toques de perfume con olor a coco. Música suave. Y se puso a bailar. Sola. Encerrada en su torre, la princesa deslumbraba como nunca antes. Sus parpados comenzaban a pesar. Mucho alcohol. Y aún medio dormida, seguía bailando. Un poco de pinceladas en su delicada piel con la ayuda de una cuchilla. Y la sabanas de su cama dejaron de ser blancas. Por fin, todos sus demonios consiguieron salir de su interior, a través de sus muñecas. La princesa se demostró ante mi, rendida, llorando, y sin ganas de seguir.

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