Vacío, hueco, hostil y decadente. Corredores fríos, habitaciones desiertas, telarañas colonizando cada recoveco... El castillo Isley había dejado de ser lo que era antes de su marcha. No solo porque la mayoría de sirvientes hubieran abandonado su trabajo, o que Wendy e Iván ya no estuvieran; sino por la muerte invernal que acechaba a la espera de cobrarse a su víctima.
El invierno estaba siendo duro, quizá el más frío en décadas y, aunque a William no le afectaba, sí lo temía.
Era de noche y nadie más que la luna estaba ahí para contemplar su avance. Burlona, brillaba al otro lado de los ventanales cuyas contraventanas permanecían siempre abiertas, incluso durante el día. Los sirvientes ya no se tomaban la molestia de cerrarlas para proteger a su señor del sol; desconocían que William tenía en su poder una nikté, la piedra de noche que evitaba las quemaduras solares. Aún así, prefirió no usarla para permitirles conservar aunque fuera un resquicio de seguridad.
Debido a su abandono, no se topó con nadie en su camino. Pudo introducirse en la habitación sin que nadie se percatara; sin que chirriasen las bisagras o crujiera la madera de la puerta. Caminó silencioso, con solo el susurrar de su capa delatando su presencia, se detuvo junto a la cama y se inclinó sobre Sophie. Permaneció inmóvil como una estatua, esperando a volver a oír la quejumbrosa respiración de la anciana. Suspiró aliviado cuando la percibió, aunque débil y entrecortada.
—Tienes suerte de que esté acostumbrada a tus excentricidades. Cualquiera en mi lugar gritaría al descubrir a un vampiro sediento acechándola dijo la anciana.
Abrió un ojo y luego el otro. Sonrió y las arrugas se concentraron en sus labios.
—¿Te he despertado? Lo lamento —se disculpó William, sorprendido de que se hubiera percatado de su presencia.
—Ya estaba despierta —murmuró la mujer mientras trataba de incorporarse.
Se apresuró a ayudarla y colocó un cojín tras su espalda.
—¿Cómo te encuentras?
Un ataque de tos sacudió a la anciana. William la sostuvo, atento a los ruidos de su pecho. Sus manos revolotearon tan rápido sobre ella, que Sophie supo qué estaba examinando.
—Cansada —respondió cuando cesó la última tos y volvió a echarse sobre los almohadones.
—Te prepararé una infusión de lukina para ayudarte a dormir.
Mientras hablaba, sacó una bolsita con la hierba triturada y colgó una tetera con agua sobre el fuego. Esperó tamborileando los dedos sobre la repisa de la chimenea. Las llamas ondulantes creaban claroscuros en su rostro y sus ojos parecían arder. Desde su cama, Sophie intentaba adivinar qué pensaba, pero le resultaba imposible.
Cuando al fin hirvió el agua, William retiró la tetera y sirvió una taza. Sumergió la bolsita de lukina y contempló cómo teñía de azul el agua.
ESTÁS LEYENDO
La locura de la bestia [el canto de la calavera 2]
Fantasy¡PUBLICACIÓN EN NOVIEMBRE! Todas las familias tienen secretos. Pero los Uguarum cometieron pecados atroces que jamás deben ser revelados. Y Wendy se ha propuesto desenterrarlos. ...