II

42 11 0
                                    

La ciudadela se erigía sobre un monte y desde las murallas que dividían las calles, se podía observar toda la ciudadela, los pastizales y el cielo azul extendiéndose hasta el horizonte.

En el noreste, el castillo se levantaba en la cima junto a las grandes propiedades de los nobles. Allí, Akiryan aguardaba en la plaza personal de Yuud; su señor, esperando por las nuevas órdenes luego de cumplir con la vigilancia nocturna. El canciller salió de su mansión vistiendo un traje pesado y su escuadrón de guardias saludaron firmes haciendo sonar sus armaduras. Yuud Whitechateux devolvió el saludo con cortesía y repartió indicaciones con soltura.

— Es todo. Pueden retirarse —dijo con poderío, luego se acercó de mala gana al nuevo caballero que se encontraba ahí por mandato de la reina. Lo miró de pies a cabeza con desdén, y le habló.

— Normalmente somos nosotros quienes escogemos e investimos a nuestros vasallos. No soy quién para discutir las decisiones de la reina, pero no logro entender el porqué de su Majestad en invitarme al Castillo y ponerte a mi disposición —reclamó y terminó suspirando con resignación. Akiryan estaba de pie y parecía perdido en sus propios pensamientos.

— Aun así —prosiguió el Yuud—, su Majestad te ha elegido, por lo cual te confiaré el cobro de las alcabalas, eso me librará de tener que bajar hacia los barrios pobres —volvió a hablar con desprecio—. Prepárate y sal antes del mediodía, es todo—ordenó y se marchó hacia los interiores.

El caballero tomó una bocanada de aire y suspiró profundamente poniendo sus brazos tras su cabeza, Debo ir a visitar a Takath cuando tenga la oportunidad y aclarar la situación, pensó apenado mirando hacia el cielo.

La gente caminaba por las calles con el sol en su punto más alto, las campanadas de la iglesia habían indicado las doce y Akiryan amarraba su caballo en los maderos de una fuente en la zona media, en las calles más abajo sería difícil moverse debido a los laberínticos pasajes, escaleras y un sin número de puestos. Caminó firmemente con la espada en su cinto y se adentró en los barrios que Yuud llamó pobres.

Si bien el noble se refirió a ellos de manera despectiva, los pueblerinos de lugar ganaban lo suficiente para vivir dentro de la fortaleza, gracias a sus profesiones o comercializando productos. Todos a quienes Akiryan encontró a medida avanzaba se acercaron rápidamente con sumisión y entregaron bolsas con monedas para pagar los derechos de residir dentro de la ciudadela amurallada.

Antes de partir en la mañana, el caballero recibió información detalla de sus deberes por parte de las secretarias del canciller. Le indicaron que la mayoría de la gente obedecería sin rechistar, y que también debía encargarse de cobrar en los recintos cerrados.

Con ello en mente había recorrido un tercio de la ciudad hasta el atardecer y se dispuso a encontrar una posada antes de que oscureciera. Recaudó impuestos puerta a puerta, aprovechando hasta las últimas luces del anaranjado sol. Había intimidando de vez en cuando a quienes se negaban, pues lo mejor era causarles un poco de temor para obligarlos pagar, ya que si se negaban debía notificarlo generando mayores problemas, como provocar que una tropa venga por el acusado, aprisionen y quiten todos sus bienes o expulsen. Sí, en el fondo era un poco rudo sólo por el bien de los demás.

Las nubes oscurecieron el cielo mientras seguía avanzando por un pasaje, notó una puerta cerrarse de golpe y, más allá un cartel iluminado por faroles indicando la presencia de una posada. Bien, cobraré en ese último lugar y luego descansaré, se organizó a sí mismo.

Aproximó sus pasos a la puerta que cerraron sospechosamente y la golpeó con fuerza con su puño.

— ¡Oe', sé que estas adentro, ocultarse es lo peor que puedes hacer! — advirtió con despreocupación.

SOPHISMWhere stories live. Discover now