IV

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Alrededor de una semana había transcurrido desde que Akiryan comenzó a recaudar las alcabalas como lo había ordenado el canciller Yuud Whitechapel. Otorgó tiempo extra para quienes lo solicitaron y se las ingenió para obligar a pagar a los que se negaban, sin tener que recurrir a denunciarlos, pues, aunque fingía ignorarlo, sabía que algo extraño estaba sucediendo.

Había finalizado sus tareas la noche anterior, por lo que terminó su informe durante la fresca mañana, y esta vez se reunió con el noble anunciándose con anticipación. Discutieron el asunto sobre su nuevo destino, y por supuesto, Yuud ya se encontraba informado de la situación.

— Su Majestad me ha quitado un peso de encima ciertamente. Te has convertido en un perro guardián y no te necesito cerca mío, aunque yo no tengo nada que ocultar —Akiryan chasqueó su lengua—. La cuestión es que me alegra no tener que seguir viendo tu desafiante e impertinente rostro — el noble dijo en tono burlón mientras sellaba una carta con cera, marcándola con el sello de su anillo—. Entrégale este informe a su Majestad, estoy seguro que también deseas salir cuanto antes de aquí. Puedo sentir tu impaciencia —el caballero tomo el sobre, pero el canciller lo sujetó y agregó—. Es todo, te puedes retirar —y soltó el documento.

Akiryan contuvo sus ganas de soltarle un puñetazo, pero solo se inclinó en despedida y dirigió sus pasos a la salida.

Deambuló por las calles admirando el tranquilo azul del cielo que se extendía infinito, bajó hasta la zona baja y se detuvo en una taberna para comer algo. Pese al ruido del lugar, sentía una soledad en su interior; en realidad era la culpa del malentendido con su antiguo amigo, Takath. Bueno, no es del todo un malentendido, mi forma de actuar fue bastante ridícula ese día, sopesó terminando de comer.

Ellos se conocieron hace años en la prueba que impuso la reina, y desde entonces habían conseguido ocupados puestos de renombre. Era difícil que se volviesen a encontrar para solucionar ese problema con él, pero podría jurar que su Majestad estaba a punto de darle las herramientas y permisos necesarios para hacerlo, era una corazonada.

Las campanadas de mediodía repicaron como costumbre, el anillo de Akiryan le permitió entrar hasta el gran salón sin problema alguno, esta vez la reina sí se hallaba en su trono ónice, indicaba órdenes a un par de cancilleres que apuntaban con apuro todo lo que dictaba. Él aguardó en silencio cerca de la entrada y cuando los nobles se retiraron alargando su despedida, avanzó hasta una distancia prudente de ella y se arrodilló mostrando sus respetos protocolares.

— Buenos días, mi reina. Desde hoy he finalizado con gran esmero las tareas de recaudación asignadas por el canciller Yuud Whitechapel. Tal como usted lo ha solicitado, me encuentro aquí, a la espera de nuevas órdenes.

— De pie, caballero mío —la reina habló con magnanimidad—. Hoy no tengo para ti una misión que pueda requerir instrucciones específicas, te he comentado el porqué de mi elección con anterioridad y, precisamente por ello, te pediré que te dejes guiar por tus convicciones. Por supuesto, me informaras de todo; serás mis ojos extendiéndose más allá de estas murallas y si la ocasión lo requiere, serás mi espada, pero, serás responsable de tus decisiones, pues eres tú y nadie más, quien dirige su filo.

Akiryan estaba de pie con su pecho inflado de orgullo ante la declaración casi poética de su Majestad, respiró procesando su mensaje y desenfundó su espada, la tomó con delicadeza con ambas manos y se inclinó en respuesta.

— ¡Sí, su Majestad! Juro por usted y mi arma, representar sus palabras.

Asintiendo, la reina prosiguió.

SOPHISMWhere stories live. Discover now