Agosto 1, 2018.
R A C H E L P R I C E.
Regresé una noche de verano.
Esa noche caminé hasta que me detuve justo en el lugar donde mi corazón quería: entre la oscuridad y aquellas rocas que seguían exactamente igual que hace meses.
Eiden se había ido una noche después de aquel dieciocho de febrero. El juicio sería en Connecticut, donde vivía su madre. Lo acompañé hasta el aeropuerto, lo abracé y deseé de todo corazón que su vida fuera feliz, no se merecía menos que eso. Poseé mi mano en su mejilla y lo besé, lenta y pausadamente, sus labios me supieron a un dulce néctar, me supieron a última vez.
No fueron necesarias las palabras, porque todo lo que teníamos que decirnos lo habíamos hecho ya.
Me alejé hasta que ya no lo tenía a mi alcance. Me miró y lo miré; nuestra historia acababa ahí.
El destino se había encargado de unirnos y separarnos en los momentos indicados.
Estuve en ese lugar desde que entró a la cabina hasta que el avión despegó. Lo vi marcharse, él tomó el vuelo y yo regresé a mi apartamento.
No lo descubrí en ese momento, ni siquiera el día siguiente, ni la semana siguiente. Si no hasta un mes después.
La chaqueta que había usado ese día contenía un mensaje, un mensaje que él había dejado ahí.
La había dejado colgada y no había vuelto a usarla hasta un día de marzo. Al regresar la dejé y algo cayó de ella.
Un casete.
Me extrañé porque no había visto uno desde que era pequeña y mamá solía poner música ahí.
Y lo olvidé. Lo dejé ahí olvidado en el sillón y guardé la chaqueta que aún conservaba su olor.
Hasta otra noche de abril.
Revisaba exámenes ahí en medio de ese salón vacío, hasta que me topé con el casete: ahí hundido en el sillón donde lo había olvidado.
No sé qué me impulsó a hacerlo, pero al verlo me entraron unas ganas inmensas de mandar los papeles a volar y buscar la videocasetera que sabía había guardado entre las cosas de mamá en una caja el fondo del armario.
Y eso hice.
Creo que lloré.
No estoy segura pero recuerdo haber sentido la humedad en mis mejillas: aquellas que había retenido desde su partida.
Ahí estaba yo, sentada en el centro de la habitación sobre el frío suelo, rodeada de papeles que luego tendría que levantar y con la vista nublada escuchando su regalo.
Entonces entendí una cosa: me había consumido.
Este amor había sido de esos que te consumían hasta llevarse lo mejor de ti.
Pero no sé lo había llevado; yo se lo había regalado.
A pesar de eso, no me sentía mal, sentía que tenía que liberar esa presión que oprimía mi pecho, pero no me sentía mal.
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¿Quieres ser mía?
Teen Fiction«Algunas noches, cuando pienso en el pasado y revivo los momentos más caóticos de nuestras vidas, mi mente aún se encuentra indecisa sobre si el destino quería hacernos caer para poder sostener mutuamente nuestras partes rotas. Porque, si no era así...