Capítulo 19

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MÓNICA SE HA detenido, pálida de angustia, frente al hueco, que es la puerta de aquel barracón enorme y fétido, cu­yo vaho insoportable la obliga a detenerse. Apenas puede creer lo que sus ojos ven, tan rudo es el contraste que ofrecen el pai­saje magnífico y el fondo sórdido de aquella vivienda miserable. Tal vez aquel que llaman pequeño valle sea más lindo y risue­ño que el hondo y perfumado que es centro de Campo Real. A un lado se agrupan los bosques de áloes, caobos y cedros; al otro, el pañuelo verde de la cana se pierde hasta donde la costa, cortada de repente, se rompe bruscamente para hundirse en el mar azul. Al frente, con sus paredes de ladrillos, su ac­tividad febril y sus humeantes chimeneas, el pequeño ingenio primitivo que hace tintinear las monedas de oro en las repletas arcas de los D'Autremont.

Mónica ha hecho un esfuerzo para cruzar sobre aquel um­bral, y apenas puede creer lo que sus ojos ven: el techo y las paredes son de palmas mal unidas; el suelo, de tierra; no hay más muebles que algunos cajones y banquetas rústicas; cuelgan de algunos postes hamacas destrozadas y mugrientas, y tirados sobre sucias esteras, peor que bestias, las largas filas de los tra­bajadores enfermos, sin luz, sin aire, sin un cántaro de agua fresca al alcance de su mano, sin una sombra de piedad huma­na que sea capaz de penetrar en aquel infierno...

—Señorita,.. ¿pero a dónde va usted? Salga... salga, que se va a sofocar. Esto no lo aguanta toda la gente.

Un anciano de piel color carbón y encrespados cabellos casi blancos se ha acercado a ella, entre tímido y asustado. Se apo­ya en una especie de muleta rústica y arrastra con dificultad las hinchadas piernas, pero en su mirada tristísima, de humillado de siglos, hay una chispa de bondad ingenua que se ilumina contemplando la frágil belleza de aquella mujer que no retrocede.

—No vaya más pa dentro, señorita. Estas cosas no son pa ver. Aquí no puede entrar. Yo le contaré lo que pasa, allá afuera...

—¿Quién es usted?

—¿Quién he de ser? Saúl, el curandero.. Me llamaron para que los curara con mis yerbas, pero el mal no hay quién lo pare. Ayer había como cuarenta hombres enfermos, y hoy pasan de ochenta.

—Naturalmente, puesto que están junto con los sanos. Esto no puede ser, necesitan médico, medicinas, gente que los atienda, aire, espacio... Pero, ¿por qué están en este abando­no? ¿No tienen familia? ¿No hay una mujer que lo ayude a usted?

—A Vallecito vinieron los hombres solos; las mujeres y los muchachos están recogiendo Café en el otro lado. El señor ad­ministrador ha prohibido que vengan, dice que hacen mucha falta por allá, y... 

—¿Qué es esto? —interrumpe Bautista, acercándose.

—¡El señor administrador! —se asusta el negro Saúl. Un silencio profundo se ha hecho repentinamente en el ancho abarrancó. Hasta los más enfermos han callado, conte­niendo el aliento. Algunos se han incorporado, otros han vuelto con esfuerzo la cabeza para mirar el duro rostro del capataz, que los recorre con una mirada de desprecio y de ira, para vol­verse luego impaciente a la importuna visitante y ordenar:

—¿Quiere hacerme el favor de salir de aquí, señorita De Molnar?

—No, Bautista. Vine para ver esto... y para tratar de re­mediarlo. Ya veo que es infinitamente peor de lo que pensé.

—¿Y cómo quiere usted que sea, si a estos haraganes les ha dado por fingirse enfermos? —masculla Bautista con ira. Después, alzando la voz, amenaza—: ¡Se les descontará el jornal a los que no trabajen! ¡Arriba, holgazanes!

Mónica ha palidecido aún más, ha recorrido con la mirada las largas filas de desdichados que apenas se agitan un momen­to bajo la ominosa voz del capataz. Algunos han hecho el ade­mán de incorporarse, para volver a caer. Cerca de la puerta hay uno inmóvil, con las manos cruzadas con los ojos abiertos, y en él se detiene con espanto la mirada de Mónica, para volver relampagueante de ira hacia Bautista, espetándole:

Corazón Salvaje (libro 1) [Completa, Editando]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora