Capítulo 8

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LA ENFERMEDAD DE Renato fue larga. Durante mu­chos días tuvo fiebre alta, y cien veces pronunció en su deli­rio, como uniéndolos para siempre, los nombres de Juan y de su padre. Al fin, una mañana amaneció despejado, reconoció a su madre y lloró en sus brazos... Aquella tarde...

—Vas a ir tú mismo a Saint-Pierre, Bautista.

—Sí, señora. Como usted mande. El niño ya no está en peligro y dice el médico que muy pronto podrá levantarse.

—Apenas se reponga, lo mandaré a Francia. Por eso quiero que recojas los papeles de casa de Noel y entregues esta carta en propia mano al Gobernador. El me ayudará.

—No tengo palabras con qué agradecerle el gran favor que va usted a hacerme, señora Molnar. La molestia de llevar con­sigo a Renato...

—Por Dios, amiga mía. Si esa no es molestia; al contrario. ¿Qué más puedo querer yo, para este viaje en el que voy sola con mis dos niñitas, que la compañía de un muchacho como Renato, que es casi un hombrecito ya?

—Confío en que sepa ser un caballero.

Le repito que estoy encantada. Y hay que ver lo bien que se lleva con mis pequeñas, y más aún que con la mayor, que es tan suave, con esa revoltosa de la pequeñita...

Es en el despacho del capitán del puerto de Saint-Pierre, junto a los muelles en que aguarda un barco listo a partir rumbo a Francia. Allí es donde charlan Sofía D'Autremont y la parienta del Gobernador, Catalina Molnar, una mujer ma­dura, tímida y bondadosa, de ademanes suaves, que mira con ternura al grupo que forman a corta distancia, al otro lado de la ancha puerta abierta, Renato D'Autremont y las dos peque­ñas Molnar, de nueve y siete años. La mayor es delgada y fina, inquieta y nerviosa, de grandes ojos claros. La más pequeña, de rostro sonrosado y ojos ardientes, tiene en sus pocos años la exuberancia de los frutos del trópico.

—Mi Renato necesita olvidar muchas cosas desagradables. Este viaje es el mejor remedio para él...

—Es usted muy valerosa separándose así de su único hijo.

Repito que la admiro. Además, supongo que tratará de cum­plir con esto la última voluntad de su esposo...

—Efectivamente... —Forzada a mentir, Sofía D'Autremont se ha mordido los labios; luego sonríe con esfuerzo, cambiando el espinoso tema de la conversación—: Sus niñas son preciosas. Me habló mucho de ellas el primo de usted, el Gobernador. ¿Cuál es Aimée?

—La más pequeña...

, —La mayor es Mónica, ¿verdad? Ya sé que, por empeño de su padre, van a educarse a Francia.

—Mas yo no soy tan heroica como usted, y no las dejo ir solas aun cuando tenga que separarme de mi esposo. Pero creo que le buscan a usted...

—¡Ah, si! Es Noel... Con su permiso...

—Todo está en orden, y el barco a punto de zarpar. Acabo de entregar al sobrecargo los últimos papeles de. Renato y, por lo tanto, mi misión está terminada —explica el notario.

—Muchas gracias. Noel. ¡Oh, aguarde! ¿No quiere acompa­ñarme hasta dejar en el barco a Renato?

—Será un gran honor —acata Noel, pero el tono con que lo dice es francamente seco, casi hostil.

—Comprendo que está disgustado conmigo. Le traté brus­camente la última vez que hablamos —intenta disculparse Sofía.

—Olvide ese asunto, señora. No tiene la menor importancia.

—Entonces, ¿me permite hacerle una pregunta indiscreta?

—Desde luego, aunque no le prometo contestarle.

—Le agradeceré mucho que me responda. ¿Buscó usted a ese muchacho que mi esposo quería recoger? ¿Tiene alguna noticia de Juan... del Diablo?

—La noticia que tengo es buena para usted, aún cuando a mí, sinceramente, me ha apenado. • —Espero que no le habrá ocurrido alguna desgracia...

—Todavía no, mas será muy raro que volvamos a saber de él.

—¿Por qué?

—Tras mucho averiguar, he tenido noticias de que embarcó como grumete en una goleta de carga que zarpaba rumbo a. Jamaica. No supieron darme el nombre de la goleta ni de su capitán, por lo que considero totalmente perdida la pista del muchacho. Lo siento... lo siento... El me había pedido que lo dejase en mi casa como sirviente y, después de todo, hubiese sido lo mejor. ¿Pero quién podía adivinar... ? En fin, mire usted por dónde los dos pequeños van a estar al mismo tiempo cruzando el mar... —La sirena del buque, que está pronto a zarpar, le interrumpe con la estridencia de su sonido—. Ese es el barco que se lleva a su hijo. ¿Vamos?

El barco que se lleva a Renato ha dejado atrás el promon­torio de rocas en el que se alza el faro, y, con la proa apuntan­do hacia altamar, apresura la marcha. De pie junto a la baran­da de cubierta, creyendo sentir aun sobre el. rostro los besos y las lágrimas de su madre, Renato mira aquella tierra que se aleja, teniendo a cada lado a una de las pequeñas Molnar: Aimée sonríe, mientras Mónica se seca una lágrima. Y como una promesa a aquella tumba que dejara en el cementerio de Campo Real, como un grito de su corazón de doce años. Renato ofrece:

—Volveré pronto, papá. ¡Volveré... para buscar a Juan.

Corazón Salvaje (libro 1) [Completa, Editando]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora