Capítulo 21

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—¿COMO? ¿VAS A dejarme, Renato?

—Sólo por una hora, mi vida. Mónica no puede hacerlo todo ella sola. Es justo que yo llegue hasta allá para prestarle un poco de ayuda.

—¿Qué? ¿Vas a ir hasta el otro valle? ¿Y a eso le llamas estar una hora fuera? Sólo para llegar allí gástalas una hora, y otra para volver.

—Y unos minutos en echar un vistazo.

—Ya será, por lo menos, otra hora también. Total: tres ho­ras sin verte, tres horas aquí abandonada.

—Abandonada... ¡qué terrible palabra! —se burla Renato con ternura—. Abandonada en una casa en donde están tu ma­má y la mía, donde hay un verdadero ejército de criados espe­rando tus órdenes para satisfacer tus menores caprichos.

—No me interesan... no me interesa, nadie más que tú.

—Entonces, vida mía, aguárdame. Te prometo tardar lo me­nos posible. Mira, en la biblioteca hay libros excelentes, además de las últimas revistas de Francia. También puedes practicar un poco tu piano o dormir un rato. Es una dulce hora para la siesta. Además, hay unas labores de aguja...

—No quiero hacer nada. Te aguardaré furiosa y aburrida, ya lo Sabes. Vete... vete ya que no tiene remedio, pero no tardes demasiado. 

Aimée ha echado los brazos al cuello de Renato, besándolo mientras él sonríe. El juego del amor no es difícil para su alma flexible y astuta. Lo jugaba a diario entre petrimetres que for­maban su corte en Saint-Pierre... tiene un íntimo y femenino goce al comprobar el efecto de sus mimos, de sus sonrisas, de sus besos, de aquellos gestos largamente estudiados que le han dado el fácil dominio sobre los sentidos del hombre. Renato le ha besado las manos antes de cruzar con paso rápido la ancha galería. Cuando su figura ha desaparecido, Aimée se deja caer, con gesto de fastidio, en el diván de raso, se hunde en los al­mohadones y entrecierra los párpados...


Con esfuerzo, brutalmente hostigados por el látigo que im­placable empuña Juan, los robustos caballos que arrastran el liviano coche de dos asientos galopan cuesta arriba salvando el camino escarpado que deja atrás la costa. Con firme mano guía los dos caballos que, en lo alto ya de la primera loma, le dejan divisar aquel pequeño valle donde se extienden los cañaverales, donde se alza el primitivo ingenio de ladrillo, donde, amazona en el corcel que Sofía obsequiara a Aimée como uno de los regalos de boda, Mónica de Molnar aparece de pronto, atrave­sándose en el camino.


—Cuidado, mi amo —advierte Colibrí.

—¡Malhaya..! —maldice Juan frenando bruscamente a los poderosos caballos que relinchan y patalean sudorosos,

—¡La mató... la mató, mi amo! —exclama espantado el negro muchachuelo.

De un salto, Juan está junto a la mujer que ha rodado sobre el polvo del camino, pero que ya se alza sin esperar su ayuda para enfrentársele con más cólera que susto:

—¡Salvaje! ¡Es usted un salvaje!

—¡Santa Mónica...!

—¡Juan del Diablo...!

Ella ha retrocedido al reconocerle, mientras las pupilas de él se agrandan de sorpresa. Un momento quedan los dos des­concertados, como si no pudiesen dar crédito a sus sentidos, como si la mutua transformación les maravillara al mismo tiempo...

—¡Usted... Usted...! ¿Pero es usted? —exclama Mónica realmente asombrada.

—Yo, sí... Yo...

Corazón Salvaje (libro 1) [Completa, Editando]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora