Tienes olor a virgen.

62 1 0
                                    

-Nunca pensé que en menos de dos horas todo se habría ido al carajo.

-Pudo haber pasado en quince minutos.

-Quizá habría sido lo mejor.

Estábamos en plena cena de graduación. Mientras una de las chicas populares del salón de al lado pronunciaba un discurso sumamente aburrido y repetitivo en medio de la pista de baile, una botella de Bacardí blanco saldría volando con tal estruendo y elegancia, que al momento de chocar con el carísimo peinado de ésta sólo se escucharía un ligero raspón. La botella caería rodando sobre el suelo de cristal de la pista y se refugiaría en una de las tantas mesas del salón. Ni una sola grieta tendría después. Al final se la tomarían dos pubertos buscando sobreponerse al mal sabor de boca. 

La ambulancia llegaría unos minutos después. Los gritos de pánico y, en especial, el grito de la madre al ver a su niña con los ojos en blanco sobre su charco de sangre, arruinaría la fiesta y obligaría a todos a irse a algún otro lugar. Sólo el padre de la capilla escolar soltaría retahílas de insultos a Dios, exigiéndole más tiempo para terminar sus papas al horno. El joven coordinador de disciplina tomaría la boina de éste y lo dirigiría al coche oficial de la preparatoria, mientras se quejaba de la artritis y el frío mortal. 

Varias personas se quedarían en los alrededores del salón fumando, bebiendo y platicando banalidades para tratar de salvar lo que había sido el evento más esperado de los últimos meses. Cuando los padres anunciaron que la chica se repondría del golpe en unas pocas semanas y que era poco probable que presentase secuelas, las cosas se calmaron un poco. Fue después de su anuncio en el que me desanudé la corbata y me acerqué a aquella niña de ojos marrones. 

Estaba oculta bajo dos grandes pinos. Era bastante baja de estatura y no recordaba haberla visto con anterioridad. Sostenía un cigarro largo entre los dedos y exhalaba un humo vago. Fumaba con soltura. Era chistoso ver que una persona tan chaparra y que, seguramente, no tuviese más de dieciocho años, supiese fumar tan bien. Pronto me daría cuenta de que ni siquiera dejaba rastro de labial carmín sobre la colilla. 

Fuera de ello, no era una hermosura. Tenía un poco caídas las mejillas y sus ojos eran poco proporcionales a su rostro. No obstante, el aura de misterio que la rodeaba daba a entender que escondía algo valioso. Quizá bastante valioso. 

-Te vas a morir -dije, sin pensar demasiado. Creo que la tomé por sorpresa por la forma en la que volteó y clavó la mirada en la mía. Sus pupilas eran negras como pocas y el brillo de los faros relucían en ellas con fuerza. Me miró con curiosidad, como si estuviese decidiendo si yo representaba alguna amenaza. Me di cuenta que, debajo del carmín de sus labios, habían costras de sangre. "Se morderá para acallar sus demonios", pensé. 

-Todos lo haremos -respondió a secas y tiró la colilla hacia un montón de hojas secas. 

-Puedes ocasionar un incendio -repuse, entrecerrando los ojos. Una pequeña sonrisa afloró de mi rostro y mi mirada delató que intentaba ser carismático. Aunque, después pensé, aquella frase no tenía gran carisma. No obstante, respondió como buscaba. Soltó un suspiro y relajó los hombros. Sacó otro cigarro de una cajetilla arrugada y vetusta. La llama que lo prendió fue tranquila y el viento no la movió. 

-Eres demasiado ético -respondió, sin verme a los ojos. Sonrió-: me das hueva. 

Sonreí de nuevo. 

Decidí acompañarla y ella no mostró resistencia. Nos sentamos sobre el montón de hojas secas y, de pronto, soltó su frase: 

-Nunca pensé que en menos de dos horas todo se habría ido al carajo.

Después me contaría que era prima de una de las graduadas. Había ido al evento por una imposición del padre y realmente no quería estar allí. 

-No veo gran motivo para celebrar este tipo de cosas -dijo. 

-¿Por qué no? -pregunte, volteando a ver sus mejillas. 

-¿Qué sentido tiene celebrar algo que todo mundo hace? -dijo, riéndose con ironía-. Si fuese algo maravilloso, que solo pocas personas hacen, habría motivo de celebración. Pero date cuenta: este tipo de cosas son aquellas que, si no las haces, eres un don nadie. Todo mundo se gradúa porque, de otra manera, la misma sociedad te traga y te impide crecer. 

-Creo que es justamente eso lo que hace que haya un motivo de celebración -dije-. Quizá celebran que demostraron no ser unos inútiles sociales. 

-Vaya mierda -respondió. 

No hablamos más del tema. Nos quedamos callados, viendo cómo las botellas se descorchaban y las copas se servían. Nadie sintió que el padre del colegio sí se hubiese retirado: su discurso senil y largo era de las peores cosas de las graduaciones. 

Un viento tranquilo barrió sus cabellos. El frío endureció sus pezones y, al verlos a través de su vestido, me sonrojé. Volteé hacia otro lado y dejé que el mismo silencio quitase mi incomodidad. De pronto, sentí cómo su mano golpeaba la mía. Fue una palmada rápida. Se sentía como si hubiese tenido una idea repentina, no como un acto de amor. ¿Había amor después de dos horas de conocerse, en donde la mitad de ellas habían sido de silencio?

-Vamos al baño -dijo. Se paró, acomodó las faldas de su vestido y limpió las cenizas de sus dedos. Me quedé pasmado. Carraspeé ligeramente. 

-¿Quieres hacer del baño? -pregunté, sintiéndome pendejo. 

-Serás imbécil -respondió con seriedad-. Quiero que me beses. 

Tragué saliva y se encendieron mis mejillas. Sentí un cosquilleo en la entrepierna. 

-Creo que podemos besarnos aquí -dije-. Nadie está viéndonos. 

-Es muy romántico besarse bajo la luz de un faro en la noche. Y no tengo ganas de hacer esas mamadas. 

El baño se encontraba tras caminar por un largo pasillo de ladrillo, al final del salón. Tuvimos que esperar unos minutos a que una señora dejase de arreglarse el maquillaje y saliese, más centrada en sus tacones que en nuestras intenciones. 

Sobre el lavabo había una pequeña canasta con pastillas de menta y hierbabuena. Ella tomó una de menta y la metió en mi boca:

-Tienes olor a virgen -dijo. 

Abrió  una puerta y me metió con un empujón. Tomó papel y se limpió con agresividad el labial de su boca. Lo tiró al cesto y, después de clavar sus ojos enormes sobre los míos y de sostener mi mejilla bajo sus dedos, puso su boca sobre la mía. 

Años después recordaría ese momento como algo sumamente extraño. Me quedé paralizado, sin mover los labios en lo absoluto. Sabía que tenía que moverlos de algún modo, a fin de cuentas había visto a muchas personas dar un beso. Mas no pude hacerlo. Me centré en sus párpados cerrados y en su concentración por besarme. Movía la cabeza de un lado a otro y apretaba mi cuello con sus manos. 

Me separé. 

-No sé qué hacer -dije, sin importarme que alguien pudiese escucharnos afuera. 

-No tienes que hacer nada -respondió-. La gente pendeja cree que hay que saber besar para disfrutar un beso. 

Siguió haciendo lo mismo y yo también. En algún punto cerré los ojos y abrí la boca. Mas no me moví más; dejé que ella continuase como antes. 

Hubiesen pasado quince minutos o dos horas, nadie nos molestó. Nadie entró al baño y nadie se preguntó dónde estábamos. Sus manos pasaron de mi cuello a mi cabello, de mi cabello a mis hombros y de estos a mis mejillas. Al poco tiempo comenzó a llorar y sus lágrimas se mezclaron con nuestra saliva. Yo sólo sostuve su cintura y me quedaba inmóvil. 

Se separó con elegancia y me miró por unos segundos. Sus pupilas no dijeron nada más que agradecimiento. Sin embargo, de su boca no salió nada. El carmín había desaparecido y las heridas de los labios volvieron a abrirse. Una gota de sangre cayó sobre la loza blanca. 

Al salir, tomó una pastilla de menta, quitó el envoltorio y me la metió a la boca.

-Tienes olor a despecho -dijo. 

Salió por la puerta y fue lo suficientemente rápida como para que no la volviese a ver nunca más en mi vida. 

WhateverDonde viven las historias. Descúbrelo ahora