Bécquer y las tortugas.

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La mejor canción para coger era Jungle, de Tash Sultana. Lo sabía perfectamente bien. 

Y en ese momento le llevaba el carajo por estar escuchándola en aquella situación tan desagradable. Las manos le sudaban y creía que la suela de sus zapatos hacía más ruido al caminar de que de costumbre. Deseó haber tomado un gran trago del vodka de su padre antes de encaminarse bajo ese sol de mierda. Hacía un calor como el de Macondo: seco y tan mortal que hasta las palomas se estrellaban contra las ventanas de las casas, buscando entrar para morir. A pesar de ello, sus pies estaban helados. 

Bajó hacia la avenida principal tomando uno de los tantos puentes peatonales que se encontraban en la ciudad. Específicamente, el puente por el que cruzaba era de los últimos en haberse construido y la pintura blanca sobre los barandales aún era tan limpia que parecía irreal que en aquella ciudad las cosas pudiesen permanecer lindas más de quince minutos. No mucho tiempo después, un par de borrachos mancharían aquel barandal con la sangre de una chica, al intentar sacarle las últimas monedas que le quedaban en los bolsillos del pantalón. 

Había puesto la canción de Tash Sultana en su teléfono para escucharla a través de sus audífonos y tratar de calmarse un poco. Al poco tiempo se arrepintió, por lo descrito arriba, mas no le bastó el hastío para preferir escuchar los derrapones de los automóviles sobre el asfalto. Tras mentarle la madre a la vida, a dios y al cielo mismo, siguió caminando. 

En realidad no sabría decirles adónde se dirigía. Y sé que esto puede sonar un poco extraño porque, vaya, soy yo quien cuenta la historia. Pero esta vez, sólo me dediqué a observar qué era lo siguiente que le pasaría. Respiraba con rapidez y resultaba incoherente ver a qué velocidad iba hacia su destino cuando, claramente, no quería llegar. Pasó de largo un antro que frecuentaba en el pasado y ni siquiera volteó a recordar; rodeó una banqueta cuarteada por las raíces de un árbol, cruzó una calle con olor a fritangas y finalmente llegó a un parque situado en la esquina que conectaba la avenida con otra aún más grande. Era un lugar poco escondido: cualquier cosa que fuese a pasar no podría ser lo demasiado mala como para suceder en un lugar tan público. Creo que podríamos descartar que fuese a comprar droga o a robar algo. Seguí observando. 

A mitad del parque estaban varios aparatos para hacer ejercicio que el Estado había puesto hacía unos meses y que se encontraban roídos por el óxido. Unos cuantos niños jugaban con una pelota cerca de allí y se escuchaban gritos ahogados cuando ésta se acercaba a alguna de las porterías delimitadas con piedras en el pasto. Parecía que el viento se había extinto y a ella le pareció un martirio correr bajo tal calor. Buscó un árbol con la mirada y, al ver uno grande y frondoso, fue sentarse bajo el tronco. Las sombras de las hojas dibujaban figuras sobre sus manos. Para este momento, se le notaba mucho menos nerviosa que hacía unos minutos. Parece ser que la ponía más nerviosa el trayecto que el destino. Incluso paró la música y guardó los audífonos en sus bolsillos, permitiéndose respirar ese aire seco y húmedo. No obstante, sus ojos se movían de un lado a otro, claramente buscando algo. 

Pasados unos veinte minutos, escuchó un crujido en las hojas tiradas sobre el pasto. Volteó rápidamente y vio cuatro patitas caminando hacia ella. Era una tortuga. 

-Genial -pensó-. Ahora el hijo de puta amaestra tortugas. 

Era una tortuga como cualquiera. Mediría unos quince centímetros de largo en total y sobre su caparazón estaba pegado con cinta un pequeño pedazo de papel doblado. Ella, al quitarlo, sonrió. La nota decía algo así como: 

"Disculpa las molestias, aún trato de hacer que ésta camine un poco, sólo un poco, más rápido. Ha sido todo un reto". Mientras leía, la tortuguita se mantenía allí, sin mover una sola pata. "Temo decirte que todo ha sido verdad y que lo siento demasiado. Nunca quise que llegáramos a estos extremos y mucho menos que te vieras en la necesidad de venir hasta acá sólo para leer mis disculpas lacónicas. Temo que, de ahora en adelante, este será nuestro único medio de comunicación".

Era todo. 

Y aunque la carta era demasiado breve y que quizá escribí demasiado sólo para que el mensaje fuera tal, la chica no se vio decepcionada sino triste. Y no tan triste. En sus ojos brillaba esa tristeza de saber que lo que está pasando era algo inevitable y que sólo abrigaba una pequeña esperanza de que pudiese ser mentira. Mas no lloró y no lanzó un puñado de hojas secas al vacío para calmar sus dolores. Sólo sacó un lápiz tan corto de uno de sus bolsillos que daba a entender que sólo le serviría para anotar una respuesta concisa y sin mucho sentimiento. 

Recargó el papel sobre su rodilla y, tras pensarlo unos segundos, anotó lo siguiente: 

"Pero mudo y absorto y de rodillas, como se adora a Dios ante su altar, como yo te he querido..., desengáñate, nadie así te amará". 

Dobló el papel, tomó la cinta y la pegó sobre el caparazón de la tortuga. Ésta abrió la boca y mordió una hojita recién caída de los árboles. Volvió por donde había llegado. Ella espero que no muriese del cansancio hasta llegar a él. 

Lo que le escribió era un pedazo de un poema de Bécquer. "Volverán las oscuras golondrinas". Es el poema del que habla La Oreja de Van Gogh en "Jueves". 

De pronto, sintió un alivio enorme. Los hombros cayeron y un suspiro salió de su boca. Subió la mirada y vio las hojas moverse al compás del viento, mientras el sol les daba cada día más y más vida. Vio a los niños correr y a la pelota rodar. Se permitió escuchar los sonidos de las calles, de los autos, de los gritos de la gente. Sabía que ya no habría peligro regresando a casa. 

Era curioso, se ponía nerviosa mientras caminaba para ir a recibir los mensajes pero se calmaba al caminar de regreso. Quizá el peligro era en el camino de ida, antes de que supiera qué iba a decir la carta. Mas, una vez que sabía el mensaje, nadie podría quitárselo de la cabeza, por lo que no había razón para hacerle algo. 

Recogió el lápiz corto, sus audífonos y acomodó sus cabellos. Sacudió los restos de hojas de sus pantalones y empezó a caminar. Paró por unos segundos, sacó su teléfono, conectó los audífonos y puso Every Breaking Wave de U2. Era la primera vez que la escuchaba. Le gustó pero pensó que tenía que escucharla más. 

La verdad es que no supe muy bien qué le pasó después. Vi que caminó con una tranquilidad irreal por la misma vía por donde había llegado. Pasó el antro de largo y esta vez sí se asomó a ver si encontraría a alguien conocido. 

Pensé que llegaría a su casa a coger mientras escuchaba a Tash Sultana. Pensé que ojalá encontrase a alguna bella mariposa en su ventana tras tener uno o más orgasmos. 

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Este cuento se me ha salido de lo más hondo del pensamiento. No sé si tenga mucha coherencia y realmente me importa poco. Creo que conforme vaya escribiendo más y más, mis historias tendrán una mayor estructura. Esta vez dejé que la chica contase más la historia que yo. Yo sólo describí lo que vi y sentí al verla. 

Como ven, ya les recomendé tres canciones. Si has llegado hasta aquí te agradezco infinitamente. 

Esto de permitir abrirme con todos ustedes y que vean qué es todo lo que traigo en la cabeza es fascinante. 

RCD.


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