Le gustaba escribir sobre erotismo. Se imaginaba mil y un escenarios sobre los cuales una persona pudiese hacer el amor. Y él, siendo hombre heterosexual, se imaginaba a mujeres y las distintas posiciones en las que las pondría para desahogar su placer sobre ellas. Era algo que pasaba por su cabeza todo el tiempo, por lo que se había acostumbrado al sentimiento de placer sin consumar. No obstante, perdía todo rastro de templanza cuando se cruzaba frente a aquella muchacha de cabellos suaves.
No era exactamente su tipo de mujer. Vaya, no es que tuviese un tipo de mujer sumamente definido, mas aquella muchacha no se parecía en lo absoluto a las mujeres con las que había tenido algún tipo de relación años atrás. A él le gustaban las mujeres morenas, con el pelo tan rizado que pareciese artificial; esbeltas y taciturnas. Le gustaba que resaltase su cuerpo la falta de inseguridad. Vaya, que le gustaban aquellas mujeres que eran tan seguras de sí mismas que no hacían nada más que estar calladas. Y eso, a él, lo volvía loco. Tanto, que no entendía cómo aquella otra muchacha podía moverle aún y cuando tenía la voz más fuerte y potente del salón de clases y, además, dijese pura pendejada.
La chica habría de tener unos veinte o veintiún años, a lo mucho. Era bajita, a lo mucho 155 centímetros de alto. Era blanca como queso de cabra y tenía cabellos lacios y marrones. Tenía unos ojos de tamaño promedio, pero estos poseían un brillo especial. Brillaban de una manera cómica, juguetona. Cada vez que volteaba a verlo y le respondía alguna pregunta o le pasaba alguna de las copias que el profesor daba, ese brillo brotaba de la nada y hacía que su mirada se viese mucho más sensual. Si, aunado a ello, agregaba una sonrisa pícara -que solamente él podría describir como pícara-, su semblante se volvía mucho más excitante, más misterioso.
-Es solo que expulsa demasiadas feromonas -diría en algún momento, tratando de excusarse, más consigo mismo que con quien recibía el mensaje.
La verdad es que las excusas estaban de más. Fuese obra y gracia del Señor, una rana que le hubiese mordido o la cantidad irrisoria de feromonas que expulsase al ambiente, aquella mujer lo atosigaba durante la duermevela y sus aventuras oníricas. Al despertar, mojado hasta el abdomen, lanzaba una almohada contra la madera de su librero. Sólo conseguía calmarse hasta haber recogido el último libro del suelo.
Habían sido semanas reflexivas. Pensaba mucho en sí mismo y sus reacciones ante tal mujer. Que recordase, no había tenido sueños húmedos desde la secundaria y nunca fueron tan intensos como los que tenía ahora. Se sentía inmaduro y tonto.
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-¿Hace cuánto que me ves así? -le preguntó, justo al ponerse a su lado para acompañarlo a su coche.
De pronto un tomate le explotó en el rostro.
-¿Así cómo?
-No te hagas -sacó una cajetilla de cigarros del frente de su mochila. Puso uno sobre sus labios y retiró un cerillo de su caja-. Me ves como si fueses a desmayarte.
A pesar del nerviosismo que comenzó a sentir y el súbito golpe de adrenalina que le llenó el cuerpo, supo responder con sinceridad y suma tranquilidad:
-Es sólo que tus ojos brillan demasiado.
Rió y raspó el cerillo contra el lateral de la caja. Una flama corta surgió y prendió con elegancia el cigarrillo.
-Estarán más lustrados de lo normal -dijo, con ironía.
-Probablemente sí. No sé quién te mando a tenerlos así.
-Mis papás habrán cogido con amor.
Era la primera vez en meses que tenían una conversación que tuviese más allá de dos o tres frases cortas. Por un momento, le pareció mucho más tranquila que cuando gritaba a media clase, maldiciendo el dolor de los cólicos o el precio de los labiales. La metáfora del lustrado de ojos le parecía atinada y chistosa, parecía que le giraba la piedra.
-Pero claro que soy lista -dijo, como si le estuviese leyendo la mente-. ¿De verdad creías que esa forma en la que cierras los párpados al verme podría pasar desapercibida? -dio una calada suave al cigarro. El humo le salió por la nariz y los labios-. Que, digo, no quiero sonar altanera o creída. Para nada. Pero yo sé cuando alguien me mira con otros ojos, te lo digo de una vez.
Para ese momento ya habían llegado a su coche y él se disponía a abrir la puerta, con manos temblorosas. No sabía cómo responder o cómo mover el cuerpo. Quería darle la impresión de que estaba sacado de onda, mas no asustado.
-No sé qué estás esperando que te diga -metió la llave en la cerradura de la puerta.
-Pues lo que quieres hacerme, tonto.
Otro tomate, más grande y jugoso, le explotó en el rostro, mojándole los cabellos y nublando su visión. Otro golpe de adrenalina como ese y moriría.
-No te sigo -. ¿Cómo se oculta una erección en situaciones como esas?
-Venga, que algo has de querer hacerme -. Esa sonrisa de nuevo. Esa combinación de risa pícara y brillo ocular. ¿Quién la había mandado a hacer eso? ¿Acaso era una broma? ¿Un juego tonto en el que podría decir la verdad y quedar como un idiota pervertido?
-Realmente tengo que llegar temprano a casa -. Su erección era tan notoria que tuvo que bajar la mochila a su cintura con un movimiento sumamente antinatural y obvio.
-Tu amiguito no quiere llegar a casa.
Y pues, ¿qué más quedaba por hacer? Tenía razón. Tenía toda la razón. Abrió la puerta del coche y botó el seguro de la puerta del copiloto.
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No podría explicar a ciencia cierta cómo se sintió al acostarse con esa chica. La verdad es que aquel sentimiento, aquellas emociones se quedaron tan guardadas en su memoria que difícilmente encontraba las palabras adecuadas para describirlas. Lo cierto es que siguieron viéndose y que su librero no sufrió más golpes de almohadas. Las aventuras oníricas pasaron a abordar temas más triviales y las duermevelas eran más llevaderas.
De vez en cuando los veía platicando, afuera del colegio, mientras fumaban uno o dos cigarros, prendidos con cerillos. Nunca se tomaron de la mano en clase y mucho menos llegaron a juntar sus labios en público. Después de tirar las colillas al basurero eran igual de desconocidos y apáticos el uno con el otro como lo habían sido meses atrás. Al poco tiempo todos se olvidaron de haberlos visto juntos siquiera.
Y es que esta historia, por más corta que sea, es algo que me genera demasiadas preguntas. Durante mucho tiempo quise tratar de adivinar qué habrían hecho, cómo habrían gritado, qué posiciones habían hecho. ¿Realmente había sido tan bueno que todas sus tormentas se calmaron en menos de dos horas? Parecía irreal.
Lo interesante es que ninguno de los dos se aburrió del otro después de aquel día. No fue algo de una vez y ya, para matar el deseo. Al contrario. Lograron encerrar en un cuarto con llave aquel deseo sexual tan intenso y aprendieron a dejarlo salir cuando ellos quisieran. No hubo cartas de amor, cafés con conversaciones intensas y profundas, noches de cine o cenas románticas. Nada de eso. Fue algo meramente carnal, pasional. Algo que sucedía dentro de cuatro paredes y un par de sábanas tersas.
Con el paso del tiempo dejé de verlos tan seguido. Sólo años después me enteré que cada quién se había casado con alguien más y que no se habían visto desde hacía años. Pero, no sé por qué, yo siempre tuve la certeza (y la mantengo ahora) de que nunca dejaron de verse. Estoy seguro de que en algún lugar, en algún momento de la semana, esos dos se reúnen a disfrutar del brillo en los ojos del otro.
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Este se lee, no sé por qué, con Lemon Boy, de Cavetown.
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Whatever
RandomUn cuento diferente cada cierto tiempo. Les presento mi manera de dejar de pensar demasiado y mi visión del mundo (o de quizá cómo me gustaría que fuera). RCD.