Preludio

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Me castra escuchar a un bebé llorando. Es algo que me exaspera. Puede conmigo. Me cuesta calmarme. 

Trato muchas veces de tranquilizarme pensando en que seguramente fui igual de castrante que el niño que llora, años atrás. Pero cuando el niño sube tanto la voz que interrumpe mis pensamientos, olvido todo y sólo quiero callarlo. 

Es ahí cuando pienso que no quiero tener hijos. No quiero cambiar pañales, no quiero comprar ropa nueva cada seis meses porque el chamaco crece en madriza, no quiero despertarme a las cuatro de la mañana para intentar adivinar por qué llora. Creo que el tener hijos es una imposición social que, de alguna u otra forma, demuestra que eres una persona capaz. Y eso lo he estado pensando desde que vi la película de Manolo Caro "Perfectos Desconocidos", hace unas semanas. No es la mejor película de la historia, pero al menos sí me dejó pensando en esto de lo que hablo. 

El bebé ya no está. Los padres han abandonado el Starbucks en el que estoy sentado, escribiendo. El papá estaba dando una plática sobre un negocio de mercadeo en red, algo que yo hacía hace tiempo, a mis dieciséis o diecisiete años. La chica a la que le platicaba sobre el negocio se mostraba dubitativa y en lo absoluto convencida. Dijo la frase de: "déjame pensarlo y yo te busco". Una frase que, en casi todos los casos en los que se usa, da a entender que ni lo va a pensar y que, por supuesto, no te buscará. Y entendí la desesperación que pasaría ese chico, en algunas horas o días a partir de ahora, buscando a la chica creyendo inútilmente que la ha convencido. Viví tantas veces eso. Y creo que una de las razones por la cual la chica no resultará convencida es el sollozo intenso del bebé y las mil y un veces que tiró el pinche peine que su mamá recogía tan diligentemente del suelo y lo volvía a poner sobre sus manos. O quizá es cosa mía y debo recapacitar sobre mi enojo sin sentido a un bebé que llora. A fin de cuentas es sólo eso, ¿no? Un bebé que llora. 

Hoy no tengo ganas en lo absoluto de escribir una historia. Supongo que llamaré a esta parte de Whatever como "preludio" o algo por el estilo.

Y, aunque creo firmemente en el comentario de Murakami que dice algo así como: "si escribir novelas es un reto, escribir cuentos es un placer", hay veces en las que las historias son tantas que es mejor meterlas en un cajón a que ellas decidan quién va a salir primero. Yo mientras observo y me relajo. Me tomo mi café del día venti, ya frío, y observo a las personas que están sentadas a mi alrededor. 

A veces me gusta hacer eso. Sólo sentarme y observar a las personas que viven alrededor de mí. Pienso en qué será aquello que las motivó a llegar a este lugar y pedirse un café o sentarse en tal o cual sillón del primer piso. Una chica, la más cercana a mí, está con su teléfono, sin bebida, sentada con las piernas cruzadas, sobre una silla recta y sin mucho chiste. Supongo que ha de estar esperando a alguien. Un novio, un amigo, una amiga, a su jefe. Sepa la chingada. 

Soy un pelado y lo siento. Decir groserías hace que pueda expresarme con totalidad. Mi mamá cree que no es necesario hacerlo pero yo creo que no puedes reaccionar a un golpe con un "¡polainas!" sino con un "¡me lleva la puta chingada!". Hay algo en esas dos palabras que te tranquilizan. Y esa palabra, chingar, es tan completa. Creo que es una de las palabras más completas en el español que usamos aquí, en México. No por algo Octavio Paz le dedicó un capítulo entero en el Laberinto de la Soledad. (Que ese pinche libro lo he intentado leer dos o tres veces pero aún mi cabecita no es lo suficientemente evolucionada para entenderle al cien por ciento). 

Creo que esto de escribir y publicarlo, sin medir realmente lo que digo y lo que no, es una forma buena de darme a conocer y de que exprese lo que sea que tenga en la cabeza en cualquier momento. Habrá cuentos en los que hable de sexo, otros de muerte, otros de amor, otros de los tres juntos. ¡Y es que escribir un cuento es tan, pero tan fácil!

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