El coronel sin el coronel

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-Vaya dilema en el que nos encontramos, Martín -dijo el Coronel. 

-Vaya dilema en el que nos encontramos, Coronel -respondí. 

Allí, en aquella habitación prácticamente vacía y llena de polvo, el cajón que siempre debía estar lleno, se encontraba vacío. 

-Me lleva la puta madre, Martín -dijo el Coronel mientras daba vueltas por el cuarto, ansioso. 

El Coronel, que de Coronel no tenía nada, había adquirido aquel apodo hacía muchísimos años. Tantos que llegué a pensar que ni él sabía ya la razón por la cual la mayoría de la gente lo conocía así. Era un hombre enjuto, de cabellos grises y gafas gruesas; usaba un overol color caquí que le quedaba, como mínimo, unas dos tallas más grande y, por las noches, solía tocar un pequeño ukulele gastado hasta pasada la media noche. Las primeras veces que lo escuché tocando alguna pieza en la madrugada me pareció hasta cierto punto romántico. No obstante, pasadas las cuatro semanas, aquel sonido de cuerdas desafinadas empezaban a meterse tanto en mi cabeza que incluso mis sueños se veían afectados por aquellas notas mal tocadas. 

Era un hombre sumamente expresivo: pataleaba al enojarse, lloraba al preocuparse y reía a carcajadas cuando recibía buenas noticias. Mantenía una dieta y estilo de vida casi perfectamente saludable de no ser por el paquete de Pop Tarts sabor fresa que comía religiosamente cada domingo por la mañana. Fuera de ello, realizaba una rutina de flexiones y abdominales cada día después de haber tendido su cama y tomaba entre dos y tres tazas de té verde antes del crepúsculo. Vaya, que era un hombre de buenos hábitos. 

Había conocido al Coronel hacía unos seis meses cuando, por azares del destino, mi compañero de habitación tuvo que regresar a su país de origen. Mi compañero, un argelino de familia acaudalada, recibió la terrible noticia de que su padre se encontraba irremediablemente enfermo y que, por esa razón, era tarea de él encargarse del negocio familiar por lo menos hasta que encontrasen a alguien más apto o, siquiera, con ganas de hacerlo. 

-He preguntado a algunos encargados y, al parecer, no pasarás mucho rato sin tener de nuevo un compañero de habitación -me había dicho unos días antes de su partida-. Me intriga saber con qué tipo de persona te tocará convivir ahora. En cuanto llegue el nuevo compañero, no dudes en mandarme mensaje con todos los detalles -rió. 

-Así lo haré -dije, levantando la mirada de mi libro, sonriendo. 

Unos cinco o seis días después de que mi compañero hubiese partido, el Coronel tocó la puerta a las siete de la mañana. Por supuesto me impresionó que un hombre que me doblaba la edad entrase de forma tan confiada a una residencia para universitarios y, más aún, que se acostase sobre la cama sin siquiera haber saludado o dado explicaciones. 

-Buenas tardes -dije al ver cómo dejaba caer sus pesadas maletas sobre la alfombra. 

-Buenas, amigo -respondió, tapándose el rostro con una almohada-. Me llaman el Coronel. Al parecer seré tu compañero de piso por los próximos meses. 

Tardé unos segundos en responder. 

-¿Está usted seguro de ello? -pregunté, finalmente. 

-Las canas no impiden que el conocimiento entre a la cabeza, muchacho -respondió, dándome la espalda-. Hombre, no te preocupes, que sé echar tanto desmadre como el negrito ese que estaba aquí antes. 

Suspiré. 

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La residencia para universitarios, así como la misma universidad, habían sido construidos lejos de la ciudad. Para llegar a ellas había que pasar por un camino pedregoso en el cual no pocos coches habían quedado averiados por sus irregularidades. La residencia constaba de tres edificios con 20 habitaciones cada uno, donde cada habitación era ocupada por dos estudiantes de licenciatura. Si todo salía bien, siempre se mantenía al mismo compañero de habitación durante el tiempo que durase la carrera. Eran raros los casos como el mío, donde a mitad de carrera se cambiase de compañero. 

En medio de los tres edificios se encontraba un amplio patio con canchas de tenis y fútbol, una biblioteca de dos plantas, complementaria a la de la universidad,  y un comedor en donde cada alumno recibía dos porciones de comida al día. Cada semestre, un alumno por habitación realizaba trabajo social dentro de la misma residencia. Algunos izaban la bandera por la mañana, otros servían la comida y otros ordenaban los libreros. Así, cada semestre iban cambiando de alumno de tal manera que seis meses trabajase uno y seis meses el otro. Aquel semestre me había tocado servir en el comedor, durante el turno del desayuno, y solía despertarme a las seis de la mañana para organizar platos y servilletas en las mesas. Al Coronel, como habría de darme cuenta al poco tiempo de vivir juntos, le molestaba bastante el ruido de mi despertador por las mañanas. 

-Uno no puede dormir después de escuchar tremendo griterío, Martín -dijo un día, antes de taparse de nuevo la cara con la almohada. 

-Lo siento. Suelo no despertarme con tonos más suaves. 

-Parece que intentas despertar al edificio entero, Martín. 

-Reitero mi disculpa, Coronel -respondí-. Es la primera vez que me toca un servicio social tan temprano. Trataré de encontrar un método menos ruidoso. 

El Coronel apartó la almohada de su rostro y se quedó observándome. 

-No, no te preocupes -dijo, poniéndose de pie-. De todas formas ni dormir bien puedo. Voy a acompañarte. 


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⏰ Última actualización: Apr 16, 2020 ⏰

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