Capitulo 1

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Exactamente cincuenta y tres minutos habían pasado desde que todo el pueblo había llegado para asistir a la acogedora misa de cada domingo en la pequeña iglesia. Niños, ancianos, jóvenes, damas y caballeros, hasta el señor Luker de la panadería estrella del pueblo, todos estaban allí, escuchando atentamente el eco de la profunda voz del padre Andrew Miller.
     Joven, de veintinueve años y atractivo, jodidamente atractivo. Piel aperlada, labios carnosos y sonrosados, profundos ojos azules y una cautivadora sonrisa que a cualquier pueblerina encantaba. Sin embargo, había algo curioso para ellas: ¿por qué un hombre tan atractivo como el padre Andrew habría decidido dedicar su vida a la iglesia?
      —Con estas palabras damos termino a nuestra ceremonia de hoy —alzó él las manos, admirando a su alrededor, a todos quienes allí estaban, con aquella mortal sonrisa entre los labios.
     Claramente, más de alguna mujer mantenía la vista clavada en su figura y el sacerdote lo notaba, sin embargo, aquello no le suponía importancia alguna. Para él significaba nada, en su posición y personalmente, no debía fijar sus deseos en ninguna mujer.
     O tal vez si, secretamente, en aquella que le quitaba el sueño de una manera incontrolable.
>> —Gracias a cada uno de ustedes por asistir. Tengan un buen día, que nuestro Dios nos ampare. 
      Todo el mundo comenzó a abandonar la iglesia devuelta a sus hogares. Sonrientes, tranquilos. En apenas un par de minutos, la iglesia estuvo completamente vacía. Tan sólo restaba en ella el padre Andrew, quien no se iría hasta dentro de un par de horas.
     Caminó hacia la habitación en donde acostumbraba descansar o en varias ocasiones, dormir. Afortunadamente, poseía la opción de residir en un hogar propio, al igual que las cinco hermanas. A causa del frío clima típico del pueblo, la manera como había sido diseñado el lugar y la carencia de espacios, la iglesia era sin duda la ultima opción en donde alguien podría vivir. Aún así, la pequeña habitación en la parte trasera actuaba perfectamente como su despacho y su cuarto por emergencia. Un lugar cómodo y acogedor.
     Giró el pomo y entró, cerrando la puerta suavemente tras de sí, y se quitó la gran mitra sacerdotal que cubría su cabello azabache.
     Se hallaba cansado, había pasado la noche en vela imaginando todo tipo de situaciones prohibidas, se hallaba aturdido; como cada noche desde el momento en que ella llegó. Hacía tiempo que había perdido el control sobre su cuerpo y su mente, a causa de un gran problema en forma de señorita sexy. Soltó un gruñido mientras se quitaba la sotana, seguido del cuello de ésta, pudiendo así desabotonar ligeramente la camisa que traía debajo.
     Se pasó la mano entre los cabellos desaliñando la melena negra, su impecable corte.
     Cerró los ojos. Necesitaba alejarla de su mente, necesitaba calmar su deseo antes de cometer una locura. Una locura que le quitaba el sueño.
     Conocía bien a su pueblo, aquellas familias que confiaban todo en su palabra, pondrían el grito en el cielo en cuanto se enterasen sobre algo prohibido ocurriendo entre la hermana Liddie y él. Y ante todos, cegados por la ira de haber sido engañados, sólo habría un castigo para los mentirosos, pecadores. La muerte.
     Una rápida visión de él saboreando el sexo de la mujer le abordó los sentidos. Por todos los demonios, cuanto la ansiaba. 
     Las tablas de madera que el suelo construían crujieron, delatando a quien se escondía tras la puerta mirándole. El padre Miller se volteó rápidamente, desconcertado y asustado. Ahí, frente a él, escondida tras la puerta, estaba la mujer más bella que había visto jamás. La única mujer que le hacía poner a cien y por la que debía hacer un gran esfuerzo por contrariar sus deseos de tirársela, ya que, no era nada más y nada menos, que una de las cinco hermanas.
     Todas eran dulces y atentas monjas, y ella, Liddie, era la más joven de todas. 
     La más joven e indudablemente sensual. 
     Y todo eso que impuramente le encantaba, era pecado, pecado puro. 
     —Padre Andrew —murmuró ella, la sonrisita traviesa asomando en sus labios.
     —¿Qué hace aquí, hermana? —dijo él un tanto nervioso.
     Conteniendo la mirada en su rostro. Haciendo un gran esfuerzo por no mirar hacia abajo. 
     Liddie llevaba su típico Hábito, que sin embargo no disimulaba del todo sus redondos y alzados pechos, y mucho menos su trasero. Era una mujer menuda, de aspecto delicado y curvas armoniosas.
     A simple vista parecía que vestía normal, pero en cuanto entró en el cuarto, el padre Andrew lo notó.
     —Sólo pasaba a saludar, padre —afirmó ella, dulce e inocente, cerrando la puerta a su espalda. 
     El padre Andrew tragó saliva, estaba más nervioso que nunca. 
     Sólo la hermana Liddie podía siempre lograr que se sintiese así.
     Su miembro comenzaba a despertar, de sólo tenerla cerca. De tan sólo saber que tenía al pecado andante frente a sus ojos.
      Él lo había notado, por dios, su atuendo. 
     Como deseaba abalanzarse sobre ella, quitarle ese ajustado hábito y lamer cada centímetro de su piel.
     —¿Le sucede algo, padre Andrew? —preguntó ella, con una pequeña sonrisa de satisfacción en el rostro. 
     Estaba ocurriendo justamente lo que ella había planeado. Excitarle.
     Ella sabía que aquel deseo arrasador era correspondido. Bajo ese aspecto de hombre impecable, se escondía un animal que deseaba devorarla, ella lo sabía.
     —Oh, nada hermana —dijo él, tratando de calmar su lucha interna entre pecar o seguir aguantando—. Muchas gracias por su amable gesto. ¿Está teniendo un buen día?
     Sonrió intentando distraer el ambiente, y Liddie sintió cómo su feminidad palpitaba. 
     Ella se mordió ligeramente el labio inferior, un gesto que para el padre Andrew era jodidamente sensual.
     —Si... —balbuceó— . Jamás le había visto de esta forma, tan... relajado, padre. 
     Sonrió ella, mirándole de una manera seductora, al tiempo que se acercaba a paso lento hacia él; haciendo que el inconfundible sonido de los tacones resonara contra el suelo.
     —Claro... Hermana Liddie, ¿qué está haciendo? —espetó él, intentando mantener la compostura.
     Ahí, en ese instante, el padre Miller lo comprendió. Estaba en problemas, y no sólo porque ella había descubierto su secreto. Su deseo secreto. Tenía otro problema, otro deseable problema que muy pronto se volvería incontrolable.
     En el fondo, la hermana Liddie se sentía nerviosa de hacer algo tan atrevido, y al mismo tiempo le excitaba de una manera increíble.
     Liddie le acarició el cabello alborotado sin permiso alguno.
     —Wow, es tan suave.
     Susurró, de la manera más incitante que pudo cerca de su oído, e inmediatamente él tomó su brazo firmemente, apartándola de sí.
     Estaba atónito. Jamás pensó que aquella dulce hermana Liddie podría ser tan atrevida. Como se la había imaginado tantas veces en sus más intimas fantasías. 
      —No vuelva a hacer eso, hermana —soltó, tratando de permanecer serio y tratando también, de hacerle creer que su caricia no había causado nada en él. 
     Su voz se había vuelto áspera, intentando mantenerse firme.
     No debía, no debía.
     Liddie miró hacia su ya notorio miembro, que sobresalía y se hacía notar bajo sus pantalones. Casi como si pidiese a gritos sentir las manos de ella sobre él.
     La sonrisa de la hermana Liddie se ensanchó, sentía sus muslos tensos y sus sentidos alborotados. Necesitaba a ese hombre, lo necesitaba sobre su piel, el contacto caliente y suave de sus cuerpos.
     El padre Andrew luchó por apartar sus ojos de su cuerpo, aquella mujer lo volvería loco. No podría mantener la severidad por mucho más. Tensó la mandíbula, la rebelde erección empujaba bajo su pantalón de franela dificultándole disimular. 
     —Padre —susurró ella, tan cerca como para percibir el calor de su cuerpo—. No lo ocultemos más... ambos lo deseamos.
     La mirada fija en sus labios, excitada. Sentía clavada en ella la mirada fogosa del sacerdote.
     —Si se retira ahora mismo, no le mencionaré a nadie sobre su descarado arrebato —las palabras entre dientes, con los ojos nublados por deseo—. Compórtese.
     La hermana Liddie se mordió el labio imaginándose como sería tenerle dentro de ella, y se relamió sin quitarle la vista de encima.
     El padre Andrew miró hacia su erección. Estaba un tanto avergonzado, pero tan sólo otros segundos viendo a Liddie con aquella expresión en su rostro y ya nada en el mundo le detendría para tirársela. Tirársela y hacerla gemir como tanto había deseado. 
 >>—No debería estar haciendo estas cosas, no son correctas —sentenció él. Liddie rió—. Y ese tipo de zapatos no están permitidos, hermana, no desobedezca a su Superiora.
     Ante la voz bajita y áspera del padre Andrew, ella jadeo.
     La proximidad de sus cuerpos era intensa, el calor de ambos acariciándose. Una proximidad peligrosa, que sin embargo les causaba una profunda satisfacción. Ambos ansiaban complacerse salvajemente.
     —Pero le gusta, y lo sabe muy bien —murmuró Liddie, suave. 
     Sentándose sobre la pequeña mesita de cedro a su lado, bajo el crucifijo clavado a la pared, separó sus piernas, dejando ver parte de la tentadora lencería negra a la vista del padre Andrew.
     La noche anterior se había tomado la molestia de darle unos pequeños retoques a su Hábito, creando dos delgadas aberturas a cada costado, desde la cadera hasta sus pies, dejando ver sus piernas al caminar. Debajo, vestía las medias negras sujetas a un liguero, nada extravagante pero más que suficientemente sexy, más que desempolvó del fondo de su armario un par de tacones altos que pensó nunca habría de utilizar.
     Él padre luchó por ahogar un gruñido, perdiendo la compostura. No quería alejarla, no. Él necesitaba saborear cada centímetro de piel en esa mujer. La veía detenidamente, deseando recorrer con la lengua cada parte del bello cuerpo de la mujer que estaba allí. Deseaba llenarla de placer, hacerla gemir su nombre. Tenía tantas ganas de hacerla suya, de arrancarle la lencería con los dientes y saborear su dulce feminidad. Sentía ganas de lamer, besar y mordisquear cada centímetro de piel expuesta entre sus muslos y su punto de placer. De darle duro. 
     —Usted me está volviendo loca —murmuró Liddie, bajito, suave—. ¿Eso le gusta, padre? ¿Desea continuar evitando lo innegable?
     La monja sonrió, mordiendo su labio, le deseaba desesperadamente.
 

Holy Sin [Santo Pecado]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora