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Max comenzó a gritar y a mirarme desesperado, con lágrimas en los ojos. Se sentía impotente y en parte estaba muy enfadado conmigo.

Llevábamos un tiempo juntos y tenía la necesidad de contarle la verdad de por qué siempre estaba escondida en mi habitación.

No podía permitir que me quitasen el ojo de encima, ya que mi corazón era exactamente igual al de una persona de ochenta años. Estaba bastante enferma y aquello era lo que me provocaba los dolores de pecho tan agudos. Tenía muy poca esperanza de vida a pesar de tener solo quince años.

Entonces, pareció venírsele todo encima y comenzó a llorar abrazado a mí. Le dije que podía irse y así no hacerse daño cuando yo ya no estuviese.

Él se separó de mí y me miró con sus preciosos ojos azules y me besó. Una lágrima rodó por mi mejilla de la felicidad que sentí al notar el amor que tenía por mí.

“¿Ves esto?” Susurró contra mis labios mientras me acariciaba la cara con ambas manos: “Esto es lo que siento por ti. No me iré nunca, y estaré hasta el último de mis días contigo. No me importa no poder salir al cine contigo, o ir a dar una vuelta a un parque.  Mientras que tú estés bien y junto a mí, nada más me importa. ¿Comprendes?”

Asentí y el volvió a besarme. Y era cierto. Nunca habíamos podido hacer nada fuera de aquellas cuatro paredes. Para mí era ya costumbre, pero para él no debía ser agradable.

Que me dijese aquello me atravesó mi pobre corazón y comencé a llorar. Él había conseguido lo que nadie más había intentado nunca: curar mis heridas.

El diario de Holly.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora