Capítulo 1

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El aire sutil de lamañana soplaba a través del desierto.

Envueltos en pesadascapas informes, de espaldas al viento, tres jinetes caminabandespacio a través de la oscuridad, siguiendo con precaución unsendero sobre el suelo rocoso, que ocultaba una leve capa de arena, yen el que habría bastado un paso en falso para producir fatalesconsecuencias para los caballos y para los hombres.

No era un camino adecuadopara andar en la oscuridad.

Pero no obstante lanerviosidad de los caballos, cuyos miembros temblorosos y resuellofatigado demostraban su inquietud, a pesar de las francasobservaciones de dos de los viandantes, el pequeño grupo continuóandando con firmeza.

El jefe, embozado en unalbornoz negro que lo cubría, cambió de posición en la sillasumergiéndose su figura en la reluciente negrura de su caballo, casiinvisible en la oscuridad; mientras a pocos pasos de él, suscompañeros, vestidos de blanco, parecían dos espectros. Milla trasmilla continuaban su camino dejando en libertad a los caballos paraque siguieran el que su instinto les aconsejara en aquel suelotraidor, confiando más en ese instinto de los animales que en supropio discernimiento.

De improviso el vientocalmó tan bruscamente como se había levantado una hora antes, y elaire parecía como de un silencio fecundo, un silencio tan intensoque casi se podía palpar.

Era como si la tierrahubiese quedado en suspenso, esperando sin respirar la llegada de lamañana.

Tan sólo el constantechasquido de la arena y el sonido metálico que de vez en cuandoproducían las herraduras de los caballos al chocar con alguna rocarompían la quietud del momento.

Peroesta calma fue de corta duración y no tardó en soplar de nuevo elviento, más frío que antes; y maldiciendo volublemente,los dos servidores árabes se arroparon en sus capas, acurrucándoseen sus respectivas monturas.

El jefe, por su parte,parecía indiferente lo mismo con respecto a la frialdad del aire quea las murmuraciones de sus compañeros. Con la cabeza erguida, mediociego por las partículas de arena que le azotaban la cara, parecíaolvidado de cuanto le rodeaba, sumergido en sus propios pensamientos.

Y suspensamientos debían de ser, en aquellos momentos, agradables, puesempezó a tararear entre dientes una cancioncita francesa alegre. Elsonido no podiasermás débil. A pocos pasos de distancia se perdía confundido con elzumbido del viento, pero ya había llegado a los oídos agudos de losdos hombres que cabalgaban detrás.

Uno de ellos refrenó sucaballo, y dirigiendo una rápida mirada al que cantaba refunfuñótiritando:

-¡Por Alá! ¡Estácantando!

-Es muy bueno serjoven... y estar enamorado -contestó el otro sentenciosamente. Perola risa que siguió quitó todo carácter de reproche a sus palabrasy reveló su simpatía por aquél, que sólo era muy pocos añosmenor que él.

La oscuridad se hacíamás densa.

Luego, poco a poco, lanegrura de la noche se fue desvaneciendo para dar nacimiento a unnuevo día. La luz de la mañana se fue haciendo despacio alprincipio, tímidamente, como si temiese su propio deber, perogradualmente fue ganando en fuerza para presentar al fin en sudesnudez la árida desolación de una escena que aparecía severa yamenazadora en el frío gris de la madrugada.

El desierto se extendíaen su grandeza, como un yermo de menuda arena cruzado por alturasrocosas de norte a sur, que alumbradas por la media luz adquiríanuna exagerada magnitud.

Pero cada vez el día seiba haciendo más claro. En el cielo límpido, las estrellas ibanpalideciendo y muriendo una tras otra. Y de pronto, en el lejanooriente, una tenue raya de luz roja se hizo visible; una raya que fueaumentando hasta convertirse en una llama de fuego en el cielo, porel horizonte.

El hijo del arabeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora