Capítulo 3

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La paz reinaba en elúnico hotel que existía en la pequeña ciudad árabe de Touggourt.

En el vestíbulo frío ysombrío el fornido patrón francés, oculto en su "caisse",reposaba hundido en las profundidades de un amplio sillón, roncandosonoramente, con la cabeza calva cubierta con un pañuelo de seda decolores vivos que fluctuaba de aquí para allá al ritmo de suenérgica respiración.

A través de una puertaabierta, opuesta a la "caisse", se entraba en una anchahabitación, medio salón de conversación. medio comedor, de la quesalían algunos sonidos producidos por unos cuantos viajantes decomercio que ahítos de comida y cansados de la sociedad de suscompañeros, dormían más o menos apaciblemente, aprovechando de esemodo lo mejor posible un periodo de ocio forzoso.

Cercade la puerta del "hall" tres o cuatro camareros árabes alservicio del establecimiento estaban agazapados sobre sus talones,apoyadas las espaldas contra lapared,con la cabeza inclinada sobre el pecho, perdidos en ensoñadorameditación.

En el exterior la calleestaba desierta. Durante una hora larga no había pasado ser vivientepor el hotel, si se exceptúa un gato cazador que en carrerafrenética cruzó perseguido de cerca por dos perros flacos ysarnosos de raza desconocida, que iban tras él con singularentusiasmo, hasta que se perdieron de vista.

En elpiso superior, en una habitación, se hallaba Raúl de SaintHubert sentadoante una mesa grande escribiendo.

Durante las dos horas quehabían transcurrido desde el almuerzo no habla cesado de trabajar,excepto para encender de vez en cuando un cigarrillo y añadir unacolilla más al montón cada vez mayor que se formaba en el cenicero,o para replicar brevemente a las observaciones que le hacía elelegante joven que estaba tendido en un sillón de mimbre junto a laventana abierta. Estas interrupciones habían ido siendo cada vez másraras hasta que cesaron en absoluto, y Saint Hubert llegó a pensar,no sin cierta admiración, si su compañero estaría durmiendo. Peroel vizconde Caryll estaba muy lejos de dormir.

Subarba obstinadamente en punta, sus cejas fruncidas, con formidableceño que marcaba su único punto de semejanza con la familia de supadre, revelaban cuáles eran los pensamientos del joven, que, enefecto, mentalmente revivía una situación que a cada momento se leantojaba más molesta y desagradable.

Fuerade tono con lo que lo rodeaba, maldiciendo la necesidad que le habíaalejado de su país en el que para él se encontraba todo lo bueno ydonde se hallaban sus intereses, y amargamente hostil a su padre delque sólo conservaba un tenue recuerdo, lamentaba los minutosgastados fuera de Inglaterra y le asustaba la empresa de la que erael único responsable. ¿Habría obrado bien? ¿O se había pasado delisto, comportándose, por lo tanto, como un necio?

Semanasy semanas había pasado haciéndose esa pregunta, sin aproximarsejamás a la solución de su problema.

Escuchandoahora el ruido que hacía la pluma de Saint Hubert sobre el papel, seencontró con que estaba discutiendo consigo mismo nuevamente elasunto, y su rostro se oscureció más todavía.

Pero,pasara lo que pasara, tenía la convicción de haber hecho lo quedebía. Y, a Dios gracias, estaba seguro del móvil que le habíaimpulsado. No era el egoísmo lo que le había traído a Argelia. Yuna vez allí, las cosas habían de llevarse a su término, legustara o no le gustara... y por el momento no tenía nada más quepensar.

Resueltamentedesvió la corriente de sus pensamientos, esquivando las dificultadescon una rapidez que era el resultado de una práctica adquiridadeliberadamente.

Erademasiado modesto para admitir, ni siquiera consigo mismo, que tansólo un austero sentimiento del deber le había impulsado a dar unpaso que ahora, al aproximarse la realización, lo tenía aterrado.El deber era la llave maestra de su vida. La idea del deber habíasido infiltrada en su ser desde que estuvo en edad de comprenderalgo, junto con un elevado sentido de sus obligaciones yresponsabilidades morales en la posición en que se encontraba ahora.

El hijo del arabeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora