Era la hora de la siesta.
El vasto campamento delcaid reposaba envuelto en la apacible quietud que pronto se habríade convertir en la rumorosa actividad, que era habitual, aun cuandolos ojos de águila del jefe no estuviesen allí para inspeccionarlo;pero la disciplina militar era mantenida entre su gente y jamás serelajaba.
Un núcleo de guerreroshabía conseguido la preeminencia en el territorio, y durante losaños de paz se había preparado para la guerra que nunca sobrevino.
Demasiado poderoso paraser molestado por las tribus vecinas, eran tan temidos comodetestados por su fuerza y por la extraña creencia que, porgeneraciones, había hecho de ellos una raza aparte. Heterodoxos, yposeyendo dogmas propios, desde largo tiempo venían siendoconsiderados con supersticioso temor, que les daba un singularprestigio entre sus vecinos; y orgullosos de su singular reputación,se aferraban tenazmente a sus peculiaridades, nutriendo el misterioque los rodeaba.
Lossucesos más recientes de los últimos años no habían servido paraperjudicar ese misterio. Las extrañas circunstancias que habíanrodeado el nacimiento de Ahmedben Hassany su elevación al mando de la tribu, habían dado origen aextravagantes y fantásticas leyendas.
Durante veinticinco añoshabía gobernado a su gente despóticamente, y para su pueblo era aúnel jefe enviado del cielo, cuya milagrosa venida había asegurado lacontinuidad de un antiguo nombre.
Situadoal norte del vasto territorio, que el caid miraba como propio, elcampamento se extendía al pie de una montaña rocosa poco elevadaque era la última estribación de una cordillera que se alzaba comouna mancha azul en el horizonte occidental. Unos cuantos árbolesdesmedrados y dos o tres grupos de palmeras medio enterradas en laarena, indicabanla proximidad del agua y parecían ser el resultado de un intento decultivo, abandonado no hacia mucho tiempo. Esparcidas en pintorescaconfusión las tiendas orientadas hacia el sur, miraban al desiertoque se extendía millas y millas, sin que la vista alcanzase el fin,su superficie de arena ondulada, en la que crecían algunosmatorrales de espino y otras plantas semejantes que servían dealimento a los camellos. Vigilado por guardias armados, el campamentoreposaba confiadamente bajo el sol de mediodía, y apenas si existíansignos de vida, aunque de vez en cuando surgiera una figura,bostezando de sueño, de alguna de las bajas tiendas, que daba unpuntapié al fiero perro blanco de las cábilas que dormitaba en laentrada, y luego se dirigía a cumplir con su deber. Algunos animalesdomésticos, palomas y aves de corral, picoteaban alegremente en laarena. Esto y el ladrido de un perro, o de vez en cuando el relinchode un potro, eran los únicos ruidos que rompían el absolutosilencio.
A cierta distancia delcampamento común, medio oculta por los grupos de palmeras, se alzabala gran tienda del caid. La entrada estaba abierta y bajo el toldopor el que se penetraba, dos largos y ágiles perros de caza dormíancon los agudos hocicos descansando sobre sus patas cruzadas.
Allí también elsilencio era absoluto; pero la solitaria ocupante de la tienda nodormía.
Solaentre los elementos berberiscos, que por tanto tiempo formaron suhogar. Diana Glencaryll, que había sido DianaMayo,sentada ante una mesita escritorio, mirando soñadoramente alespacio, parecía olvidada de una carta a medio escribir que teníaentre manos. Los años pasados habían dejado ligeras huellas enella.
Esbeltatodavía, y de aspecto aniñado con el limpio y claro vestido quellevaba, se la hubiera creído poco mayor que la enérgica muchachaque habla salido a caballo de Biskra,haciacosa de veinte años, en busca de una aventura que la habla conducidoa una espantosa experiencia, y que había cambiado por completo elcurso de su vida.
Y no querría quehubiesen ocurrido las cosas de otro modo.
Los meses terribles de sucautiverio le parecían ahora como el recuerdo de un sueñodelicioso; las angustias de su alma y de su cuerpo, una dura prueba através de la cual habla alcanzado goces inefables.
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El hijo del arabe
RomanceUna historia tan llena de acción y de vitalidad como El Árabe, llevaba la simiente de una continuación que se imponía por el nudo tenso de las pasiones y los conflictos que allí quedaron pendientes. Por eso es que el hijo de aquella pasión entre en...