Palabras necias

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Largos años transcurrieron desde el incidente. Sí, así fue llamado. Traición debiera, más bien, y Malbél lo sabía. Poco importaba ya. Sentado sobre un buen sillón estaba él, mirando a la nada. Tenía la cabeza apoyada sobre el puño izquierdo, y el brazo derecho le colgaba cual serpiente desnutrida: débil.

El silencio reinaba entre los muros de piedra decorados con altas columnas negras, dorados matices y pinturas de antepasados. Sin embargo, en la mente del hombre, podía escucharse la dichosa lluvia de la que tanto hablaban los primos de Torre del Gules Dorado. Siempre igual.

Cuando las torrenciales lluvias propias del Reino Medio, que arrasaban con huertos, inundaban los bosques, tornaban en blancas las hojas de aquellos árboles ya acostumbrados, y sumergían las casas más pequeñas hasta el techo, solo entonces, los Dorados enviaban emisarios a todo rincón habitado del Reino Medio. Alardeaban estos trovando la canción que anunciaba las lluvias, pues los amos que los enviaban vivían en lugar privilegiado. Más bien, aquellos trovadores, eran conductores de la soberbia de quienes habitan sobre las nubes, pensó Malbél.

¿Y con qué derecho?, pensó después. ¿Qué son ellos y sus doradas melenas?, ¿qué son ellos y sus altos páramos por el sol alumbrados?, ¿qué son ellos y su Gules Dorado? Nada, contra el Dragón Blanco del Este y el Negro del Oeste. Los Reinos Cardinales no eran una sola familia, sino una conglomeración de territorios al servicio de un solo rey, como siempre debiera de ser, continuó pensando. En verdad poco servían varias cabezas sin un cuerpo que las mantuviese unidas.

Absorto en sus pensamientos, Malbél se vio sorprendido por la aparición de una bella dama, cuya cabellera azabache caía como faldones de montaña y su nívea piel brillaba con la intensidad de la luna blanca.

—¿Qué es de vos, esposo mío?, ¿qué os embelesa?—preguntó Negara, pues conocía bien a su señor y bien podía ver a través de aquel rostro aparentemente sereno.

— Atormenta más bien. Y bien lo sabéis—espetó Malbél con hastío—. La necedad es castigo de mi alma.

—No seáis así conmigo, que os he ofrecido mi amor eterno, por un trato mal salido con aquellos Dorados. Cuervos y Águilas nunca han tenido buenos lazos. Así lo dijo mi padre y así lo he de decir.

— Necio era también—hubo silencio—. Mas decidme, amada mía, ¿qué os trae ante mí?

— Un heredero, ni más ni menos. Pensé en comunicaros esto, que es motivo de mil felicidades.

— Bien pues, así no tendréis congoja y gozaréis de compañía cuando ido me haya.

Los ojos de la muchacha parecieron brillar con mil rabias.

— ¿Ido, decís?

— Ido. Marchado.

— Me abandonáis, querréis decir. Y con vuestro retoño en mis adentros...

— No es retoño mío aquél que nace de necia madre—dijo con calma absoluta a la vez que se incorporó y tomó camino a los establos.

— ¡Vos, impresentable!—gritaba Negara mientras seguía a Malbél por los pasillos de Torre del Cuervo—. ¡Haced saber al pueblo por lo menos vuestra postura encorvada!, ¡traidor!, ¡vos, cobarde!, ¡nacido de Onmuyanos!

—No es cobardía lo que impulsa mis alas, sino la fortaleza que me otorga la razón. Contrario a vuestros pensamientos, necia mía, solo hay valor en un acto como el mío—montó en una elegante carreta tirada por bellos corceles negros—. Encorvados sois vosotros, que negáis la fuerza de esta tierra convirtiéndola en domínio de necios. Encorvada es así nuestra familia por culpa vuestra. Me voy, adónde rugen dragones y no se escucha el cacareo de las gallinas—cerró las puertas y mandó marchar.

Las maldiciones de Negara menguaron según la distancia entre ellos aumentaba, hasta que tan lejos llegó como para ver el castillo por completo. Y, Malbél, vio algo más que eso. Creyó, al menos, que una sombra se extendía desde lo alto del balcón más álgido, como si la ira de su esposa manifestase su presencia en forma de penumbra.

Malbél cambió su nombre y se hizo pasar por cualquiera de los muchos nobles cardileños. Prosperó en el Oeste, ascendiendo rápidamente en importancia y poder. Aquella tierra le pareció idónea, y pequeña, en comparación al Reino Medio, pese a que este último no era ni la mitad de vasto. Sin embargo, en el Oeste todos estaban conectados, y si conocías a las personas adecuadas, conocías a todos, prácticamente. Pronto, Malbél se haría amigo del rey.

Entre aquellos años de escalada, se enteró el cuervo que su esposa, llena de furia, e indignada, había tratado de conquistar el Reino Medio por fuerza de las armas. Y también supo que, pocos años después, fue muerta sentada en su propio trono de acero. Pero la guerra civil provocada por Negara había dejado al Reino Medio débil y a merced de tribus más salvajes; o mejor incluso, a merced del propio Malbél.

Él lo supo desde el comienzo. Todo. Pues tan bien conocía a su esposa que, en aquel añejo día, pudo ver el futuro reflejado en su corazón y ojos.

MalbélWhere stories live. Discover now