La guerra se perdió. Los aliados del Imperio tras Los Dientes no respondieron a la llamada de auxilio. Malbél, sentado en su trono, estaba completamente solo; abandonado. Su mirada, indiferente como siempre, apuntaba a la gran puerta que había al otro extremo de la lengua roja que se extendía bajo sus pies. Se hallaba pensativo.
Llamó a las tinieblas; a las mentiras, pero no aparecieron. Ninguna sombra se deslizó ante la llamada. Para él, aquello fue como un signo de verdadera oscuridad. Si toda realidad, todo cuanto conocía, se había basado en la negrura de su corazón y sus palabras, ¿qué sería entonces la luz para él, sino auténtica ceguera perenne?
Malbél no se retorcía, ni gemía de dolor al verse de frente con el dorado, no señor. Más bien se sentía desprotegido, cegado, a mercer de los monstruos que en secreto había alimentado y que ahora venían a por él.
Miró el hombre a un lado, y vio, postrada sobre una pequeña tarima de mármol de un azul opaco, la Corona de Hierro. Aquello era cuanto le quedaba, la última esperanza. Valoró el colocarla sobre su cabeza, varios minutos, pero sabía que en cuanto lo hiciera quedaría ligado a ella: a la dama oscura.
¿No era lo que siempre había buscado, esa eterna penumbra? No. Igual que el hombre no busca tocar el sol y abrasarse las carnes en dolorosa muerte, sino que tan solo busca el confort de su luz, Malbél sólo ansiaba el dulce abrigo de las mentiras, que eran como la luz de la sombra. No quería quemarse tocando la frialdad del sol sin brillo.
Dejó allí la corona, intacta. Y pronto, los pasos de la luz comenzaron a resonar a lo lejos. Bajo el portón, bajo ese delgado espacio casi imperceptible a simple vista, comenzó a colarse el dorado y el blanco, irradiando su aura en forma conal por cada baldosa y columna del salón del trono. Esto sí que es un asedio, pensó Malbél.
La puerta se abrió, con un sonido ronco. Un ángel; no. Un dragón emergió de entre aquel brillo como si hubiera sido escupido por él mismo. Se trataba de un hombre de cabellera castaña recogida hacia atrás; una barba igual de amarronada le perfilaba el duro rostro que, de alguna manera, a Malbél le recordó a los altos pómulos y las mejillas hundidas de María. Normal, pues mientras que aquella era el Dragón Negro del Oeste, el que aquí se presentaba era el Dragón Blanco del Este, y estaba ungido en escamas de blanco y plateado.
Tras de aquella figura vigorosa, se deslizó el cabello de una muchacha apenas entrada en la adolescencia, que brillaba incluso más que el oro. Por un momento, Malbél la confundió con la dama Eysonia, pues al igual que Malsonia lo había hecho con él, Néladi II de Gules, quien era la muchacha, caminaba a espaldas del Dragón Blanco apoyando cada uno de sus pasos.
Según aquellas dos figuras avanzaban hacia él, Malbél escuchaba la música de la auténtica oscuridad tentándole. Sus cánticos, sus frases endulzantes, la manera en que le susurraban al oído sin siquiera tener que acercarse a él. Era como si la propia naturaleza del ser humano lo estuviera llamando.
— Veo que habéis aceptado vuestro destino. Todo ha terminado, Malbél. Ese es vuestro nombre, ¿me equivoco?—dijo el Dragón Blanco.
— ¿Os lo ha contado la dama de Dorado, tal vez?—respondió Malbél, casi increpante pero manteniendo su cuerpo relajado.
El Dragón Blanco sonrió con complicidad. Néladi II quedó callada ante la extraña reacción de ambos hombres, pues parecía que de algo se conocían.
— Sea como fuere, todo ha acabado. Pero antes de ajusticiaros, me gustaría preguntaros el porqué. Teníais vastas tierras, una esposa que os dedicaba su amor según me han dicho, y el resto de reinos vivíamos en paz, como hermanos. ¿Por qué entonces, Malbél?
Por primera vez en varios años, el hombre sentado sobre el trono, sonrió.
— Curiosas son las palabras. Poderosas, sin duda, capaces de enturbiar mentes, de conquistar imperios, de destruir lazos tan firmes como la más grande fortaleza. Cada palabra, sin embargo, tiene una gemela, una prima, un padre y una madre, capaces de revertir, ensalzar o sanar todos sus efectos. Curioso, ¿verdad? Son como la naturaleza misma. Mirad si no, ¿cuánto conocíais a María antes de que los problemas comenzaran, Dragón Blanco?
— Bastante.
— ¿Y ahora?
— Mejor que a mí mismo.
— ¿Cuánto la amábais antes?
— Como a una hermana.
— ¿Cuanto la amáis ahora?
— Como a mi alma.
Malbél desvió la mirada tan solo un instante hacia Néladi II.
— ¿He de preguntar, dama De Gules?
Ella no hizo sino clavar la fiera mirada de un Gules Dorado sobre el hombre, pero sabiendo que tenía razón. Las familias De Gules ahora estaban unificadas por la guerra que había causado Malbél, y los Gules de Torre del Gules Dorado y los de Torre del Cuervo, gracias a Ladia I, estaban unidos por primera vez en toda la historia tras la formación del Reino Medio. Y para colmo, Gules y Dragones se habían aliado por el mismo motivo belicoso.
— Como el invierno—continuó Malbél—, la guerra es fría, dura y no deja espacio para las cosas que crecen, y aun así nos une a todos para compartir el calor. El invierno es causado por la natura igual que mis palabras causaron la guerra. Ellas guían nuestras vidas, y ni siquiera nos damos cuenta de ello hasta bien entrados los años. ¿Me estáis preguntando entonces, que por qué he vivido?, ¿por qué el destino me ha guiado hasta donde estoy ahora? Preguntádselo a la propia naturaleza, en la cual no puede haber paz sin conflicto, ni héroes sin villanos, ni caos sin orden...—hizo énfasis en esto último; el Dragón Blanco lo entendió a la perfección— y tendréis la respuesta.
— ¿Y pensasteis que el destino y la naturaleza os serían favorables sin importar cuánto agraviaseis a quienes tan solo buscaban paz?
— Supe del aciago desde un principio, porque es el mismo que nos espera a todos cuantos compartimos este mundo. Pero, ¿qué sería de nosotros si una nimiedad como esa nos impidiese vivir o existir mismamente? ¿Por qué lucháis vos, Dragón Blanco?
Este último dio un paso al frente.
— ¡Por las gentes, las tierras, sus culturas y sus pasiones! Lucho para proteger a mi pueblo. Para que, el día de mañana, tengan un lugar al que mirar y llamar hogar sin sentir que lo han perdido.
— Por un legado, me queréis decir. Noble objetivo, pero propio de necios. Ante el gran mar del desconocimiento, nada valemos. Vos deberíais entenderlo mejor que nadie, pues habéis conocido a la dama Eysonia si mis instintos no me engañan. Su futuro es menester, y en él nuestra mera existencia no es sino un peón más del gigantesco tablero de existencias. Pasarán los siglos, las lunas y los astros, y nosotros no estaremos, y a nadie le importará. Tu legado se habrá perdido. Si deseas un ejemplo más cercano, mírame. Rey del Oeste, Señor de Torre del Cuervo, Heraldo de Malsonia...y así he terminado: tan irrelevante para nadie, que solo me han dejado. Al menos puedo decir que mi legado perdurará en vos, y en todos aquellos a los que mi guerra ha unido.
— ¿Valió la pena?—preguntó el Dragón Blanco aspirando, como si quisiera encarar a aquella afirmación con la armadura de su pecho.
— Hasta la más pequeña de las palabras. Ahora que las he vuelto a mentar, hacedme un favor: decidle a mi hija, Ladia I De Gules, con quien sé que tenéis buena relación ahora, mi últimas palabras.
El Dragón Blanco asintió, por honor.
— Decidle—continuó Malbél— que existen horizontes más allá de este mundo; que no tenga miedo a explorarlos, porque tal vez un día sean lo único que pueda salvar a la familia de la más absoluta destrucción. También, advertirla de los peligros, no solo del orden, sino del caos en adición. Que no se deje engañar ni por las mentiras, ni por las verdades.
— No saldréis de esta sala. Lo sabéis, ¿verdad?
— Tal vez mi cuerpo no, muchacho, pero sí mi mente. Aún me resta un último horizonte por cruzar—tomó la Corona de Hierro y se la colocó.
Era un armatoste de tres picos que hacía recorrer otros tres hacia abajo, dos de ellos de forma curva para así seguir el contorno del rostro. Cuando lo hizo, Malbél vio incontables vidas y recuerdos de antecesores que habían llevado también la misma corona. Tantas vivencias, tantos sentimientos, pensamientos y palabras...pero todas terminaron a la vez, de repente, de la misma manera: oscuridad eterna y silencio.
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Malbél
Short StoryLas palabras son en extremo peligrosas, y poderosas en consecuencia. Malbél es consciente de ello y las ha usado a lo largo de su vida para recorrer un duro camino hasta la cima social que, en su humilde opinión, tanto le corresponde. Sin embargo, e...