Palabras de consuelo

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El trono del Oeste era un gran salón bien decorado. Tenía balcones a los lados, escalinatas, alfombras como lenguas desde lo más profundo de la garganta hasta la apertura de entrada. Los candelabros colgaban con sus tintineantes llamas, y chimeneas se encargaban de abrigar la piedra durante los días gélidos. El techo se elevaba decenas de metros, tanto que apenas podía distinguirse el negro firmamento del que estaba hecho. Todo era muy ostentoso, incluso el trono, pues se hallaba tan alto que era necesario caminar y caminar para alcanzar la silla real. Así pues, Malbél ordenó que lo destruyeran en prosperidad de uno más eficiente. No tardó en ponerlo a prueba.

— ¿Queríais algo de mí, su merced?—preguntó María, quien había perdido todo semblante de confianza y firmeza, y ahora más bien compartía la indiferencia en el rostro de Malbél.

— Deseo que destruyas a nuestros enemigos salvajes del Reino Medio y que liberes el camino para nuestro pueblo, si no es gran molestia—dijo el regente sin andarse con rodeos.

— Con el debido respeto, su merced—comenzó a espetar María, y su rostro adquirió la vieja rudeza que tanto la caracterizaba—, ¿no éramos aliados de las Tribus Salvajes? El Oeste tiene honor. Nunca hemos actuado con tal vileza. Jamás. Existen códigos que hemos de respetar, por el Oeste.

— No hay deshonra en acabar con quienes destituyeron por fuerza, y no por derecho, a los auténticos señores del Reino Medio. ¿Qué se dirá de nuestro imperio si apoyamos a tales alimañas? No, mi señora del Dragón Negro. Hemos de librar nuestra estampa de rumores viles. Por el Oeste.

— ¿Devolvereis entonces las tierras a sus legítimos dueños, las familias De Gules?

— ¿Cómo podría, si ellos fueron raptores de la hija de nuestro allegado reino gemelo, el Este? Que ahora seamos menos cercanos no quiere decir que hemos de olvidar los agravios del pasado. Así pues, os envío para asentar campamentos que nos provean de recursos, ¡por el Oeste!

— Así se hará, su merced, por el Oeste, y por nadie más—contestó María a regañadientes, intentando convencer a su propia mente de la veracidad en aquellas palabras.

Partió entonces la guerrera hacia la guerra, con paso firme. Cuando ya se hubo marchado, cuando nadie miraba u observaba, una sombra se deslizó por el respaldo del trono y tomó forma de largos cabellos flotantes alrededor de una cabeza sombría.

— Peligrosa es aquella mujer. ¿Por qué no la tomas en tu lecho y afianzas el poder que te he concedido?—preguntaron las tinieblas con seductora voz de mujer.

— Necedades—respondió Malbél de forma autoritaria—. Suficiente deshonor ha sufrido su persona. Cuando hablo, el dragón enseñame los dientes, y no quiero imaginar lo que haría si someto su cuello a mis cadenas. Me es necesaria.

La sombra se desvaneció dejando a Malbél solo de nuevo y, aprovechando esta vez sí la absoluta soledad, pensó para sí mismo: peligrosa es la dama negra, pues con palabras traicioneras tanto bendición como perdición trata de darme; he de afinar mi ojo.

Más tiempo pasó, tanto que la guerra comenzó a hacer estragos en la moral de María. Se sentía sucia, deshonrada, por mucho que gritase que todo aquello era por el Oeste, no veía sus propias palabras reflejadas en los poblados incendiados y niños asesinados. Ni un ápice. Pero, a fin de cuentas, ella debía servir a su rey, mientras este no hiciera daño al Oeste, y lo sabía perfectamente.

Regresó la Dragón Negro con su cometido cumplido, y se encerró entonces en sus aposentos igual que lo hubo hecho cuando fue incapaz de capturar al Espectro. Sentada se hallaba en una mesa, sin saber qué hacer. Delante, había una jarra de alcohol bien iluminada y tentativa. Entonces, la puerta rechinó, y entró Malbél.

— Mi señora—saludó con respeto el hombre.

—Su merced—respondió María.

Malbél tomó asiento junto a ella, y la miró de arriba a abajo, inspeccionando cada cabello rojizo amarronado, cada peca bajo su pesadumbre mirada, cada gesto derrotado en sus firmes, aunque algo delgados, brazos.

— Veo que os apresa la congoja, ¿queréis que os aconseje qué podría levantaros el ánimo?—dijo, y mientras lo hacía deslizó su mano hacia el fogoso cabello de la joven.

— No deseo ser tocada, su merced—se apresuró a decir a la vez que hizo un ademán bastante grosero de apartarse, algo extraño en ella. Sin embargo, Malbél no hizo comentario ofendido al respecto. Todo lo contrario.

— Tan solo—habló con sutil ternura— deseaba deciros cuánta felicidad puede haber en la bebida. Cuantas penas es capaz de ahogar. No os recomiendo abusar de ella, claro está, pero cierto es que, cuando era joven, todos mis males desaparecían en cada noche que su embriagante efecto me acunaba. Era todo.

Malbél se marchó entonces, sin volverse ni por un segundo. Pese a ello, supo que María miraría con ojos vidriosos a la bebida que había frente a ella, y que, tarde o temprano, sucumbiría a ella, y que una vez lo hiciera, no sabría contener el aliviante efecto que aquello causaría. Más estando en una situación tan deplorable del alma como lo estaba María.

Tuvo razón, ella se dio al alcohol. Pronto, se convirtió en una persona egocéntrica, sin propósito más que necesitar el ánimo de otros y el de la bebida. Se refugió María en su fortaleza, al servicio de su rey siempre que la necesitase, por supuesto, pero con la esperanza de nunca tener que volver a verlo. Se desinhibió completamente del Oeste sin querer hacerlo, culpa del paso del tiempo. Así, Malbél pudo actuar con libertad.

MalbélWhere stories live. Discover now