Katya - Intruso (in)deseado

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Debían de ser las once de la noche. El sonido de sus tacones resonaba contra las estanterías móviles y la blanca luz la seguía con cada paso. El archivo de la biblioteca tenía instalado un sistema de sensores de movimiento para ahorrar electricidad, ideal para esos lugares con poco tránsito. Katya revisó una vez más los nombres de libros del siglo XVIII que necesitaba y escogió uno al azar. Tardaría años en acabar la tesis, pero no se quejaba, “así consigo más tiempo”. Necesitaba tiempo.

No llevaría más de quince minutos quieta cuando empezó a asustarse de verdad. Ese sitio no le había dado escalofríos nunca y, sin embargo, tras detenerse entre dos estanterías que permanecían separadas desde que las utilizó días atrás, se le puso el vello de punta. Asomada al borde de una de las baldas, solo vio oscuridad. El cerco de luz apenas iluminaba su ubicación y, a pesar de que las demás bombillas seguían apagadas, sabía que no estaba sola. Lo intuía. El sexto sentido que llevaba desarrollando desde que…

—Hola, schön.

Katya dio un respingo y el libro que sostenía cayó estrepitosamente a sus pies. Ni el piropo ni su media sonrisa la calmaron.

—¿Qué haces aquí? —sin darse cuenta empezó a hablar en alemán, su lengua materna. Era el efecto que solía provocarle, entre otros.

—Sabías que vendría, tarde o temprano —el intruso la observaba desde sus ojos dispares, uno azul oscuro y el otro prácticamente negro, con el iris y la pupila fusionados en una tenebrosa mirada—, lo que me extraña es que no hayas venido tú a mí —añadió, casi con un ronroneo felino.

—Yo no… —titubeó ella.

—No me vengas con excusas, hace días que tendrías que haberme entregado el informe —le recriminó, acorralándola entre los antiguos volúmenes y archivadores de cartón. Le sacaba más de una cabeza y tenía que levantar la barbilla para mirarle a los ojos. “Esos temibles ojos”, absorbiendo toda luz tras la media melena color azabache.

—No estaba segura de que hubieras vuelto —aclaró. El borde de la balda se le clavó en mitad de la espalda.

—Si él está aquí, yo también —dijo, solemne, con esa voz grave que hacía vibrar cada uno de sus huesos—. ¿Has averiguado algo?

—Aún no —contestó—, solo han pasado dos días. Necesito más tiempo.

—¿Más tiempo? —pensó que se iba a enfadar, pero una corta carcajada ahuyentó sus temores—. Si es lo que quieres, schön, tendrás que ganártelo.

Ella ladeó la cabeza y cerró los ojos. Solo había una manera de compensar a uno de ellos, o puede que dos. Él chasqueó la lengua y Katya aguantó la respiración cuando notó el frío aliento en la abertura de su blusa. El mordisco apenas dolió. Sintió su boca deslizándose por su pecho, siguiendo la sinuosa gota carmesí por su escote, cada vez más abajo, al tiempo que sus dedos ascendían por la falda de tubo y jugueteaban con la tira elástica del borde de las medias. Ella cerró la mano en un puño.

—Deja de engañarte, sé que te gusta —susurró él mientras desabrochaba los botones con forma de perlas—, por algo eres mi bluthure.

—No —masculló, tratando de empujarle, luchando por quitárselo de encima, aunque con menos fuerza de la que le habría gustado demostrar—. No soy tu puta, no soy nada de eso… yo…

Sus quejas quedaron olvidadas cuando la mano del vampiro desapareció debajo de la falda y ella apretó las piernas, deseando ocultar entre los viejos papeles su rostro acalorado.

—Maldito seas, Gideon.

La suave risa del intruso interrumpió la lista de insultos que tenía en mente, consiguiendo que, por una vez en muchos meses, Katya dejara de pensar.

Memorias de sangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora