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Terry apretó la fotografía de Miranda Laoder contra su pecho y la arrugó hasta destruirla casi por completo. Por su mente pasaron los dolorosos recuerdos que lo atormentaban frecuentemente en sus pesadillas:
Se sintió de nuevo como el niño de cuatro beltas (seis años) que era cuando fue arrancado de su casa, durante la noche, sin explicaciones. Había despertado en un lugar desconocido, frente a él estaba sentada una rubia de ojos verdes y más allá una bebé en su cuna.
—¿Dónde estoy? ¿Dónde está mi mamá?
—Tranquilo, pequeño, en un momento tu padre…
—¿Dónde estoy? —exigió: se levantó aterrorizado. No reconocía el entorno, era una habitación pequeña con una litera adosada a la pared más larga.
—De ahora en adelante vivirás con nosotros y deberás llamarme…
—¡Mamá! ¿Dónde está mi mamá?
Siempre lo dejaba a cargo de una tía cuando daba un concierto. Corrió a la puerta.
—¡Tía Mag! —gritó— ¿Mamá?
—Espera, ya viene tu padre —dijo la dama, interponiéndose en su camino. Lo retuvo por las muñecas.
—¿Adónde fue mi mamá? —protestó, forcejeando. Le dio una patada, se liberó y salió al corredor externo: se detuvo sin aliento. Al principio no había comprendido por qué la negra noche que se apreciaba a través del ventanal tenía tal concentración de estrellas y no se le veía el horizonte.
—Terriuce —escuchó tras de sí. A ese hombre lo había visto, era su padre; su madre, Miranda, lo recibía dos veces al belta. Desde pequeño ella le había dicho que no vivían juntos porque él estaba casado con una dama de la nobleza y que vivía en otro planeta, donde era agregado en la embajada.
Fue entonces cuando la realidad se rompió sobre él como una ola gigantesca: no era la noche tras el metaglass, sino el vasto e infinito manto estelar. Estaba a bordo de una nave, en cualquier lugar, menos en casa.
—¡Quiero ir con mi mamá!
—No grites, por favor. Si vienes a la habitación, te explicaré.
Otros pasajeros se congregaron en derredor.
—¡Este hombre me robó! ¡Ayúdenme!
Los rostros de los desconocidos parecían confundidos, pero el del duque se tornó colorado.
—Terriuce, haz el favor de volver a la habitación con tu madre, está preocupada.
—¡Ella no es mi mamá! ¡Quiero irme a mi casa! ¡Quiero a mi mamá! —miró a los pasajeros con rostro suplicante— ¡Por favor, ayúdenme!
El duque, alcanzado el límite de su tolerancia, sacó un ProCom de su bolsillo y lo usó para mostrar a los testigos una holografía y el certificado de nacimiento, que por casualidad traía a mano para el trámite en la aduana de Árg’oth.
—¿Lo ven? Es mi hijo, Terriuce Blasterier, hijo de Vanessa Blasterier y un servidor, Sefen Gacks.
Los pasajeros se convencieron y se retiraron de a pocos murmu-rando entre sí.
—No… no es verdad… ¡No! —Terry estudió el panorama y se lanzó corriendo pasillo abajo con sus ojos inundados de lágrimas.
—¡Terriuce!
—¿Ni siquiera sabes mi nombre? ¡Es Terry! —gritó mientras corría atropelladamente por toda la nave, esquivando viajeros, maletas y obstáculos.
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El Terry de nueve beltas arrojó el retrato al cesto de basura y le prendió fuego mientras recordaba el frío escondite en el compartimiento de carga del crucero espacial donde permaneció durante horas, entumecido y llorando, hasta que un miembro de la tripulación dio con él y lo llevó casi a rastras de vuelta a su compartimiento de viaje; contempló la columna de humo y el papel chamuscándose. Segundos después, el sistema contra incendios lo empapó.
«¡Huevos de carroñero!», pensó encogido por dentro. Sabía que, cuando viera la alfombra remojada, su padre iba a enfurecer, justo como aquel día, antes de aterrizar en el planeta Árg’oth, cuando el asistente de vuelo desapareció luego de cerrar la puerta y recibió la primera bofetada de su vida. La recordaba como si recién hubiera ocurrido: la mejilla le latió durante varios minutos y le quedó hinchada por días, aunque dolió poco comparado con la separación, la falta de explicaciones y los castigos que obtuvo desde entonces por su obstinada rebeldía.
«Y falta ver qué cara pondrá el duque cuando me haga ese tatuaje».
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Potenkiah, la piedra de la muerte
Science FictionLas Piedras Sagradas fueron el origen y el fin de todo. Su impacto en la superficie de Eloah provocó una explosión radioactiva. Las especies sobrevivientes experimentaron una inevitable mutación. Así fue la génesis de los eloahnos, que en la lengua...