Como pudo, se puso en pie y salió corriendo. Al menos así no le verían la cara. Mientras ponía distancia de por medio, su mente nublada comenzó a despejarse. Bridget se preguntaba si en verdad el encapuchado la habría visto o el miedo le hizo imaginarlo; que ella supiera, los melecianos no podían ver a través de la tela ni estaban dotados de capacidad sensorial especial como sonar o un oído u olfato muy agudo, porque era meleciano, ¿o no? Le era imposible saberlo mientras el personaje portara aquella vestimenta, digna de un cuento de horror, ocultando la mayor parte de su cuerpo.
Como ya estaba muy atrasada para acudir a la clase que tendría esa tarde, Bridget se dirigió a su alcoba, a refugiarse en su biblioteca privada, pero subió por otro camino. No quería tener que dar explicaciones a Daphne Britter, si se la encontraba.
«Por todas mis plumas, cuando Madre se entere de esto tendré que escuchar otra perorata sobre la importancia de guardar mi identidad en secreto», pensó. Sería un sermón doble: estaba segura de que tanto su Madre, la reina, como su madre sustituta le leerían la cartilla otra vez; o quizá sería triple… o cuádruple, pues William y Christian Obrien, en su calidad de responsables de su educación, también tendrían algo que decir al respecto.
No era capaz de precisar si el frío provenía del guardaespaldas albino pero, con más de veinte pisos de por medio, todavía podía sentir su presencia.
«¿Y si le digo a Christian? —consideró—. No. Va a creer que estoy loca. Bueno, tampoco se puede esperar de mí que sea normal, con tanto secretismo y estos accidentes telequinéticos, por no mencionar lo “otro”…»
Por un instante, Bridget se preguntó si el frío que había sentido era algún tipo de alarma natural a su disposición. Sin embargo, se recordó a sí misma que era fantasioso calificar como dones, habilidades sobrenaturales o súper poderes lo que simplemente era producto de una anomalía genética. Además, ¿qué era sobrenatural para su raza? Poder volar, tener vista de largo alcance, vivir más de ciento veinte beltas, poder procrear hasta la edad de setenta beltas, alcanzar la madurez sexual hasta los doce, tener dos temporadas de celo al belta… todo eso era natural, por muy fantasioso que sonara a otras especies.
Ni siquiera las chispas que salían de su mano cuando estaba muy enojada eran algo sobrenatural; que nadie más lo pudiera hacer era diferente, pero era algo “natural” para alguien que había nacido con los medios biológicos para ello ¿no? Sobrenatural sería entonces aquello que pudiera sentir o hacer sin que hubiera un respaldo bioquímico o que rompiera, en pocas palabras, las leyes de la física: la telequinesis, por ejemplo.
O el frío.
«¿Y si los visitantes tienen habilidades sobrenaturales? El frío tiene que tener alguna explicación», consideró en su fuero interno. ¿Qué era sobrenatural para las razas de los visitantes?
Bridget consagró las siguientes horas a una investigación sobre el tema. Descartó los volúmenes impresos de su colección particular, los había leído todos y ninguno se relacionaba con su búsqueda. En seguida accedió vía remota al catálogo bibliográfico de los dos archivos públicos disponibles en el complejo. Quedó sorprendida de no encontrar en estos ningún título de materias consideradas ficción, como la metafísica, realidades paralelas, el mundo espiritual o telequinesis, aún y cuando esta habilidad no fuera un mito ni producto de la fantasía.
«Vaya, William debe haberlos confiscado todos»,pensó. El viejo había palidecido cuando un episodio de telequinesis involuntaria, por poco la pone en evidencia en pleno pasillo. Ahora, con lo de las cortinas en la sala del trono…
Sin embargo, aún no agotaba todas las posibles fuentes de lectura. Si bien no era recomendable que teniendo que conservar su identidad en secreto se conectara a las redes de información, cuando lo hacía utilizaba la contraseña de Annie y jamás revelaba datos personales.
Le llamó la atención descubrir que la telequinesis era rara, pero no era la única eloahna con ese talento. Uno de cada diez millones de eloahnos podía mover objetos sin tocarlos. Además, las leyendas orales aseguraban que los Sacerdotes de las Piedras, gobernantes del antiguo Imperio, tenían poderes extraordinarios, como el de emitir rayos de energía de sus manos.
«¡Rayos!», repitió en su fuero interno y se miró la palma de la mano con aprensión, sacudió la idea de su mente y siguió leyendo. Al cabo, se dio cuenta de que había llegado a un callejón sin salida, al no encontrar registro alguno sobre cualidades sobrenaturales en los planetas de origen de los diplomáticos que los visitaban. Y tuvo que aceptar que era posible que los escalofríos fueran síntomas de un incipiente resfriado, provocado por la visita al lago de esa misma mañana. Había ganado una reprimenda gratuita por nada.
De improviso, el anciano Christian Obrien irrumpió en su habitación vistiendo todavía su túnica roja que lo identificaba como miembro del Consejo de los Doce Sabios. Se le veía agitado y su rostro estaba lívido, casi como el del guardaespaldas albino.
«¡Diosa!», ella exclamó en sus pensamientos. Por la sorpresa, el ProCom que había estado usando flotó frente a sus ojos: telequinesis involuntaria, otra vez. La ira y el miedo eran los principales detonantes de esos episodios. Agradecía en silencio que nunca le hubieran pasado frente a otras niñas.
Christian presenció la escena y, serenándose, ralentizó su paso. Para sus noventa y siete beltas de edad (161 años), era muy activo y su piel tenía muchas menos arrugas de las que cabía esperar. Su nariz era un pequeño botón rosado, con el tabique torcido.
—Mi niña Bridget —saludó.
—Maestro.
«Vaya, no pierden el tiempo. Aquí viene el regaño»
Christian Obrien era el encargado de sus modales, mientras que William, su hermano gemelo, tenía a cargo su educación académica.
—Me iré del planeta, tendré que dejarte a cargo de William —dijo el anciano, para su sorpresa, y alzó una mano con la palma extendida, esperando que esa silenciosa señal de alto contuviera el torrente de preguntas—. Quiero que sepas que no estoy de acuerdo con lo que van a hacerte, estaré lejos, a salvo, y no volveré a casa —Desvió la mirada y bajó la voz, como si hablara para sí mismo—. Estaré esperando las señales, hasta que nos reunamos en el “planeta de las coincidencias”.
—¿Cuándo…? —soltó, ni bien el anciano hizo una pausa.
—Ahora mismo. La nave me espera, pero no podía irme sin verte por última vez.
Sus ojos se llenaron de lágrimas.
Bridget parpadeó, incapaz de asimilar la repentina noticia. Por lo visto, Christian tampoco se había dado el tiempo de meditar al respecto: era obvio que venía directamente de la junta en la que se había tomado esa inusual decisión.
—¿A dónde?
—A… —se quedó pensativo, soltó el aire, insinuó una sonrisa— A Gran Capital. Pórtate bien y recuerda mis consejos. —Vio su reloj de pulsera—. Te cuidaré desde la distancia, lo prometo.
Christian se combó para presentar una reverencia y en cuanto volvió a erguirse se alejó apresurado.
—Aguarde, maestro Christian. ¡Por favor, explíqueme! ¿Por qué se va, qué van a hacerme, qué es eso del planeta de…?
El anciano desapareció tras las puertas del ascensor, llevándose consigo las respuestas.
«¿Qué van a hacerme? ¿Qué más pueden hacerme? —pensó con la esperanza de que sus padres no decidieran enviarla lejos como medida de seguridad adicional. Ya bastante sufría fingiendo no ser su hija y ocultando sus alas para que nadie viera el rasgo único que la delataba—. Y todo por ese atentado fallido y las supersticiones sobre la profecía…»
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Potenkiah, la piedra de la muerte
FantascienzaLas Piedras Sagradas fueron el origen y el fin de todo. Su impacto en la superficie de Eloah provocó una explosión radioactiva. Las especies sobrevivientes experimentaron una inevitable mutación. Así fue la génesis de los eloahnos, que en la lengua...