Capítulo 8, segunda parte

156 7 0
                                    

Bridget se detuvo en la puerta del comedor con las manos sudorosas por los nervios. La lista de invitados estaba conformada por los Britter, los Obrien: William, Paterinet y los padres de esta, Deana y Allister. Sin embargo, había dos sillas libres, las de las cabeceras, y Bridget sospechaba quiénes las ocuparían: sus verdaderos padres.

—Señorita, por favor… —dijo un guardia a su espalda y le señaló una puerta lateral. Bridget miró a su madre. Daphne asintió mientras la animaba a seguir al uniformado.

Se serenó y respiró profundamente antes de entrar. No había razón para entrar en pánico.

Los reyes estaban sentados en la privacidad de una estancia anexa muy acogedora, pese a su escaso mobiliario y a su falta de ventanas al exterior. Había tapices en las paredes y cojines en colores ocres y dorados junto a los sillones. 

—Pequeña —saludó el rey.

—Majestad —elaboró una profunda reverencia.

—Despreocúpate, Bridgie, es seguro hablar aquí. Acércate, toma asiento.

—Gracias.

Bridget soltó el aire contenido y saludó entonces como acostumbraba hacer cuando acudía de visita a los aposentos reales, con un abrazo y un beso en cada mejilla.

La reina señaló un taburete redondo y bajo, comúnmente llamado otomano: Bridget fue a sentarse. En seguida se sintió como en un tribunal inquisitorio, pues había quedado frente a ellos, retirada y en una posición más baja, lista para ser juzgada y condenada. Por fortuna, su visita nada tenía que ver con un regaño, ¿o sí?

—Queríamos hablar a solas contigo antes de la cena. Es lo justo —dijo su padre.

La solemnidad de la reunión y sus palabras la pusieron alerta. Algo importante estaba por ocurrir. El estómago se le contrajo en un nudo apretado, no obstante, se esforzó en aparentar serenidad, pues así lucían los rostros de los reyes.

—No estaba planeado que ocultáramos tu identidad por tantos beltas —declaró el rey—. Nos entristece no hablarte en público y que no puedas presenciar y aprender de las sesiones en la sala del trono, pero, sobre todo, nos llena de dolor no poder expresarte cuánto te queremos ante la gente. Lo hicimos por salvaguardar tu vida, ¿lo comprendes?

Ella asintió.

—Lo hicimos porque existen personas como la que trató de matarte en tu cuna, que nos recuerdan a cada momento que el temor en la gente ignorante puede llevarlas al fanatismo, o a intentar cometer un acto barbárico creyendo que con eso acabarían con la fuente de su miedo —agregó su padre—. Sin embargo, ciertas circunstancias han cambiado recientemente. En primer lugar, todo parece indicar que tantos beltas de negar que la profecía represente algún peligro para los eloahnos acabaron por convencer a muchos de que decimos la verdad.

—Sí. Los más fatalistas deben sentirse decepcionados de que el mundo siga en pie —farfulló nerviosa, secó sus palmas en la falda e intentó adoptar nuevamente el gesto sereno.

—Bueno, el hecho de que no haya pasado nada también ha ayudado a reducir el clima de tensión que se vivía. Las encuestas señalan que ha ido disminuyendo el número de ciudadanos que creen que mentimos y hace más de tres beltas que, por falta de audiencia, cesaron los ataques de los medios de comunicación y las manifestaciones.

 —Así parece… —musitó para sí misma.

—Lo que tu padre trata de decir —la melódica voz de su madre atrajo su mirada—  es que llegó el momento de que el planeta entero te conozca.

Como si le hubieran arrojado un balde con agua helada, Bridget ahogó un gesto de sorpresa: los miró alternativamente.

—¿Qué? —dijo con la garganta seca. Era una noticia tan inesperada como trascendental para su vida. Incapaz de asimilarla, se había quedado sin palabras, con las ideas atropellándose en su mente y docenas de preguntas por hacer.

Potenkiah, la piedra de la muerteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora