Capítulo IX: Sueño de una noche de San Juan

323 21 0
                                    

Ambos salimos corriendo hasta perdernos en la fresca noche madrileña. Riendo como niños y con los pulmones en la garganta. Después de un par de minutos a toda prisa nos detenemos en una pequeña plaza de adoquines que tiene una escultura de bronce de Miguel de Cervantes decorada con parterres de flores de colores, rodeada de bancos e iluminados con farolas de luz blanca.

La miro, todavía no me creo que ella haya vuelto a aparecer en mi vida: El corazón me va a estallar: Ayla, su nombre resuena en mi mente como un trueno y me electrocuta como una tormenta eléctrica. He pensado mucho en ella, demasiado, y ahora, que ya había asumido que de ella solo quedaría un lejano y placentero recuerdo que de vez en cuando me visita en sueños, ha regresado a mis brazos.

Estoy cansado, lo de fumar y pegarme estas carreras inesperadas no ha sido una buena combinación, lo reconozco. Me inclino jadeante sobre mis rodillas para recuperar el aliento. Ayla también parece cansada, me aparto el pelo de la cara y observo los bruscos movimientos de su pecho agitado:

— ¿Y ahora qué hacemos?—me pregunta.

Le sonrío.

— ¿Tienes hambre?

La tomo de la mano y la conduzco a través de las callejuelas adoquinadas de una antigua barriada de Madrid, no demasiado lejana a la discoteca donde hemos dejado a un anonadado grupo de amigos. Mi colega Nacho tiene un humilde bareto donde hacen las mejores patatas con chile de España y siempre está abierto hasta las tantas.

Nos sentamos en unas de las mesitas de madera de la terraza, en el interior, el local está oscuro y apenas queda un camarero gordo y con bigote recogiendo las sillas, barriendo y limpiando los vasos. La terraza es pequeña, con solo cuatro mesas de madera rústica, una valla y plantas de colores. El camarero recoge el pizarrín con El especial del día. Pedimos cerveza y las famosas patatas fritas con chile de Nacho que Ayla devora con ansia ante mi enternecedora sonrisa. El camarero se acerca discretamente a mí y me susurra al oído:

—Nacho me ha dicho que te de esto. —y me tiende unas llaves con un llavero de bola de billar.

Son del apartamento que Nacho tiene encima del bar. Me sonrojo, Ayla las mira con la ceja arqueada:

—Supongo que no es la primera vez que traes aquí a una chica. —deduce sagaz.

—Nacho me deja las llaves del apartamento del bar cuando bebo demasiado y no puedo conducir hasta mi casa. —me apresuro a responder entre balbuceos.

Ayla se inclina hacia atrás en la silla de madera y se cruza de brazos:

—Pero ahora estás sobrio.

—Te equivocas, jamás había estado tan ebrio.

—Primero el hotel de Barcelona, la Sala Mon y ahora abren una cocina de un bar a las dos de la mañana solo para ti—Ayla sacude la cabeza con suavidad—. Eres una persona con muchos contactos.

—Tengo amigos por todas partes—le respondo confiado antes de beber, pero la mueca de preocupación en el rostro de Ayla me deja mal sabor de boca, así que intento desviar la conversación—. ¿Qué tal están las patatas?

— ¡Buenísimas!—exclama ella con la boca llena.

— ¿Te lo he dicho, sí o no? ¡Las mejores patatas fritas de todo Madrid!

Ayla sacude la cabeza afirmativamente mientras bebe con ansias de su jarra de cerveza. La luz blanca de las farolas resalta el extraño color verde de sus ojos:

—Y, hablando de Madrid, ¿vas a decirme cómo has acabado aquí?—me meto una patata en la boca y le sonrío, no obstante, ella está pálida como la nieve—Creía que querías vivir una vida tranquila con tu chico, tu hermanita y tu trabajo de investigadora, ¿por qué de repente te apuntas en una beca para venir a Madrid a hacer prácticas con Leo Jiménez? No parece del tipo de locuras que se crucen por tu mente.

La voz detrás de ZETADonde viven las historias. Descúbrelo ahora