Capítulo 7: Soledad

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15 de Julio de 1992

Aquella mañana, no había dejado de llover. Podía ver como las gotas se pegaban en la ventana una tras otra, sin descanso. Podía ver como todo pasaba a través de mi ventana. Cómo las horas pasaban, como los días amanecían y después anochecían, cómo las noches se hacían pesadas sin apenas poder dormir.

Habían pasado dos semanas.

Dos largas y penosas semanas en las cuales he permaneció encerrada en mi cuarto. No quería salir, no quería ver a nadie y tampoco dejaba que nadie entrara. El pestillo lo tenía echado y cada vez que llamaban fingía que no estaba aunque en realidad estuviera.

Tampoco quería comer. No recordaba la última vez que había probado bocado alguno. Seguramente hace dos días cuando mi hermano había conseguido entrar en mi cuarto y forzando a que comiera algo. No se largó hasta que pude terminarme, aunque fuera, esa sopa que había hecho con cariño.

Volví a darme la vuelta sobre la cama para poder mirar hacia el otro lado de mi habitación. Estaba desordenado. Me había dedicado a romper y destrozar las cosas por la rabia que había sentido en el momento de despertar, hace dos semanas.

Aún podía recordar, con dolor, los últimos momentos de la vida de mi padre. Habían impedido que fuera, pero yo quería ir. Quería estar con él.

Pero recordar cómo sus ojos se habían quedado sin vida alguna, cómo aquel brillo que resaltaba en sus ojos azabaches se desvanecía como el humo, como se difuminaba en su Iris y acababa por quedar sin vida, hacían que mi corazón se encogiera y volviera a tener ganas de llorar.

Pero hacía días que no lloraba. Mis ojos se habían secado y mi alma se había esfumado. A penas podía hablar o siquiera moverme. No tenía ganas de vivir. A él le habían arrebatado la vida, pero a mí, me habían arrebatado una de las personas que me habían enseñado a quererme a mi misma y a saber que podía hacer las cosas.

Pero, ahora, sin él, no podía hacer nada. Aquél pilar que se había formado durante esos meses se había derrumbado. Ya no estaba.

Ya no estaba la Scarlet segura, fuerte y decidida que había logrado ser. Había vuelto hacia atrás, mucho más atrás de cuando le conocí. Ahora, era una Scarlet sin vida, sin ganas de seguir en ese mundo, sin nada por el cual querer vivir y estar de nuevo de pie.

Mi mirada giró por mi cuarto, pasando por los posters de mi grupo favorito, por mi escritorio lleno de libros y la silla llena de ropa desordenada, por la alfombra color roja que recorría gran parte del suelo hasta posarse en el pequeño taburete en la esquina. Allí, un brillo singular salía del bolsillo de la chaqueta que había llevado ese día.

Intenté levantarme, con apenas fuerzas hasta llegar, con mucho pesar, en frente del taburete. Con las manos temblorosas, metí la mano dentro del bolsillo, sacando de su interior aquel extraño reloj que mi padre me había otorgado la noche antes de su ejecución.

Seguía intacta, como si nada hubiera pasado. Pasé el dedo índice por el relieve de la tapa, siguiendo con la yema el contorno del símbolo familiar. Sin apartar la vista de la tapa, volví a mi cama, sentándome en la esquina. Mis pies apenas notaban el toque de la alfombra sobre mis dedos, pero no podía evitar moverlos buscando una postura cómoda.

Busqué en el lateral, el pequeño botón en el cual se podía apreciar como un enganche se colgaba, y en él la cadena. Apreté el botón, dejando que la tapa se levantara, enseñando las manillas paradas del reloj. Las horas estaban bien señaladas, las agujas intocables y un pequeño recuadro en el que señalaba el año, el mes y el día en el que se paró: 5 de agosto de 1965. El año en el que la dinastía Bórebar había sido eliminada, menos mi padre y su hermano Charley.

El Reloj de PlataDonde viven las historias. Descúbrelo ahora