Capítulo 1: Familia del queso suizo

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Cuando se ofreció a abrir la puerta, Marianela esperaba encontrarse con el repartidor de pizza, a fin de alimentar a las casi veinte personas dentro de su casa. Aunque un chico permanecía parado, no llevaba los sagrados alimentos consigo. Ni siquiera portaba uniforme, cosa que ella no notó al principio.

Transcurrieron cinco minutos en un silencio incómodo, ella aún con el celular en la mano. Ya tenía el número de su primo guardado y su plan de soborno planeado. Lo que más deseaba era por fin marcarle, pero la visita no parecía querer marcharse.

—¿Casa de los Rojas? —preguntó el extraño, sonriendo un poco. Su frente estaba repleta de puntos rojos visibles, por mucho que quisiera ocultarlos con su cabello.

El bullicio empezaba a apoderarse del ambiente, la música del Just Dance resonando hasta el patio. Un niño asomó por detrás de Marianela, sus ojos grandes dedicando una mirada acusadora al supuesto repartidor.

—¿Dónde está la comida? ¡Si no llevamos el tributo a las tías, nos comerán a nosotros!

Lo único que el muchacho llevaba en sus brazos era una gran caja de cartón, cubierta en la parte superior con una sábana. La chica lo señaló, inclinando su cabeza un poco.

—Media vez traigas mi orden de pan de ajo, no me importa la nueva presentación de la pizza —dijo Marianela—. ¡Oh, cierto! Quería usar un cupón, pero mi perro se comió un pedazo. ¿Sirve que el código de barras quedara entero? Puedo hacer que mi hermano encuentre el resto en el patio después, si quieres. —Empezó a rebuscar en su bolsillo, sin dejar hablar al resto—. ¡Y, para variar, este incompetente no responde! ¡Lo que me faltaba! ¡Es San Valentín, mis quince años y encima me olvido de buscar un chambelán!

—Mamá te dio la solución: cambia la fecha al domingo —replicó su hermano, harto de escuchar la misma charla.

—¿Y echar a perder todo? ¡Para eso está Séptimo! ¿Acaso se cree Augusto como para no contestar y ocultarse en su pueblo? Ja, ¿entienden? ¿Augusto, por el emperador romano...?

Tardaron un instante en comprender el chiste, ambos chicos ahogándose con sus respiraciones y tapando sus rostros con una mano. El niño suspiró, arrebatando el teléfono a su hermana antes de señalar al visitante. Los tres permanecieron en silencio, Marianela sin comprender nada.

—En serio, se supone que el menor soy yo —opinó, a medida que buscaba las fotos de los contactos.

Le mostró la imagen que su madre le había compartido días antes, la chica palideciendo poco a poco. Volteó a ver al muchacho con acné una vez más.

Luego de un instante, como la buena anfitriona que se suponía que debía ser, cerró la puerta de golpe, justo en la nariz granosa de su primo Octavio.

—¿Estás loca? —dijo su hermano, ambos brazos extendidos—. Menos mal que somos familia.

—Lo llamé incompetente y Augusto en su rostro —Sentía sudor frío bajar por su frente—. La última vez que lo vi tenía más granos que un maizal... pero ahora...

Colocó sus manos en los hombros del niño, sacudiéndolo con fuerza.

—Ahora tiene el rostro de un queso suizo.

Ninguno habló por un segundo, hasta que la rendija del correo se abrió, un par de ojos oscuros mirando a la chica.

—¿Sabes que puedo escucharte, verdad? —Octavio carraspeó un poco, plasmando una sonrisa forzada—. También me alegro de verte, prima Marianela. ¡Feliz cumpleaños! ¿Ya me vas a dejar entrar y darte tu regalo? 

Mi gallina rosaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora