No seré Moisés, pero separé el Mar Muerto en las gotas de mis lágrimas. El desapego a creado más demonios debajo de mi cama; yo los abrazo como niña, los escondo entre las sábanas, los invito a jugar conmigo y con mi espejo. Los escucho, los mimo, los encuentro.
El dolor me retuerce las entrañas. Llevo años estando rota, pero nunca alguien había clavado tan fuerte. Los cristales punzan tanto que no sangran las heridas, siento como golpean los pedazos de miocardio en el suelo de mi alma.
No sé qué quedará de mí cuando esto acabe. Una tableta de ibuprofenos no va a ayudarme, y lo único que estoy buscando es terminar con mi dolor. Siempre tendrás alguien con quien contar, decían, y sí, tenían razón, acá estoy, acompañada de mi querida Soledad.
Ya extrañaba aquella sensación que me recorre el cuerpo cada vez que Soledad me mira a los ojos, aquellos golpes al pecho, aquella voz, aquel sentido de ausencia. Y es que al final somos sólo eso: un inmenso vacío enjaulado en las paredes de nuestra piel, un simple recipiente que se llena de lo que el mundo puede ofrecerle. Y cuando éste cesa, esa ausencia inmaculada vuelve a anudarnos la garganta, a cerrarnos el estómago, haciéndonos pensar, frente al espejo, que no somos suficientes.