13. Canción de Cuna

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—Stu... Stewart, ¿estás ahí?

Él gruñó por respuesta y bajó la tapa de la computadora de un manotazo. Pero eso no la apagó, ni acalló la voz que volvió a buscarlo.

—Vamos, Stewart, háblame por favor. ¿Qué demonios está sucediendo? Estaba durmiendo como una marmota cuando te escuché. ¡Era tu voz, bien clara en mi sueño! Y me llamabas como si estuvieras en problemas. ¡Me despertaste! Pero cuando prendí el teléfono y te encontré conectado, no me respondiste. Estoy confundida, y preocupada, y... No entiendo lo que pasó y no sé si quiero entender, pero... Olvídalo. ¡Vamos, di algo!

Stu se irguió mientras ella hablaba, su mirada turbia clavada en la computadora de su hija, que nunca antes sonara tan ansiosa. Bebió un largo trago de vino y levantó la tapa con mano vacilante.

—¿Que tú qué? —logró articular—. Sí, te llamé con esta mierda hace una hora. ¿Por qué no atendiste?

—¡Porque estaba durmiendo! ¡Y mi teléfono y mi computadora estaban apagados! ¿Es que no lo entiendes? —exclamó ella, un eco histérico en su voz—. Y aun así te escuché...

El cerebro de Stu intentó abrirse paso a través de la nube de vino en la que flotaba, y quedó varado a mitad de camino.

—No comprendo —musitó.

—Oh, ya, olvídalo —gruñó ella—. ¿Y bien, Stewart? Aquí me tienes. Si no me vas a dejar dormir, más te vale que sea por un buen motivo. Vamos, señor misterio, es tu turno de hablar.

Stu volvió a reclinarse en el sofá.

—Se fue, eso es lo que ocurre. Es el maldito amor de mi vida y me dejó. —Su pecho se agitó en un suspiro tembloroso, sus ojos llenos de lágrimas otra vez—. Y se llevó a mis niñas... mis princesitas... ¡Oh, Dios! ¡Las echo tanto de menos! ¡A ella y a mis hijas! ¡Me siento tan vacío sin ellas!

Dos horas. Eso fue cuanto Finnegan y Norton lograron contenerse antes de encarar la escalera a paso firme. Se detuvieron frente a la puerta cerrada del estudio y aguardaron un momento. El único sonido que llegaba desde el interior parecía una voz distorsionada de mujer, cantando una balada con guitarra. Intercambiaron miradas decididas y tomaron posiciones: Norton sujetó el picaporte, Finnegan afirmó los pies para entrar primero. Irrumpieron en el estudio y se detuvieron de inmediato.

Stu se había recostado en el sofá, la cabeza a pocos centímetros de la computadora. Parecía profundamente dormido, la botella de vino vacía todavía colgando de su mano.

La música brotaba de los pequeños altavoces de la computadora.

Norton y Finnegan volvieron a mirarse: la que cantaba y tocaba la guitarra era ella, Cecilia, que se interrumpió al escuchar ruidos.

—¿Stu? —aventuró Finnegan.

—¿Ray? ¿Se durmió? —inquirió Cecilia en un susurro.

Finnegan sonrió cuando Stu permaneció inmóvil, los ojos cerrados y la respiración pausada. Tras él, Norton meneó la cabeza incrédulo.

—Eso parece —respondió el guitarrista.

—Perfecto, porque tengo que irme a trabajar. Buenas noches, Ray, y gracias por todo. Las fotos son hermosas. Gracias.

—No, Cecilia, gracias a ti. Que tengas un buen día.

—Seguro. Adiós.

Su usuario, el único contacto en la sesión de Skype de 3Waves, se desconectó.

Al Otro Lado - AOL#1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora