Llovía.
Porque a veces llueve, incluso en un lugar como Hawai.
La tormenta no tardaría en agotarse o resbalar tierra adentro. Mientras tanto, Stu Masterson vaciaba la enésima cerveza del día frente al ventanal que se abría al deck y a la playa. Hubiera preferido vino, pero la migraña, una resaca de ley para decirlo con todas las letras, lo había disuadido de no abrir la segunda botella de esa tarde.
Tal vez por la noche, si estaba vivo.
Por supuesto que estaría vivo. Uno no tiene la suerte de morirse cuando le da la gana, o cuando le parece el momento adecuado, o cuando lo que se abre ante uno es un vacío negro de dolor y ausencia. Uno nunca se muere en esas ocasiones, cuando lo agradecería. En esos momento el corazón parece aferrarse a la vida con cada latido, con cada punzada de dolor, con cada arrebato de llanto y furia y desesperación. Y uno odia a su propio corazón. Por seguir latiendo, por haber sentido tanto, por seguir sintiendo tanto, por ser incapaz de darse por vencido. Y sobre todo, por obligarnos a enfrentar, de nuevo, tanta miseria y desolación; que siempre es peor que la última vez, porque habíamos creído que jamás volveríamos a sentirnos así.
Vio la guitarra tirada sobre el sofá a pocos pasos, en equilibrio sobre una pila desordenada de libretas y papeles que en algún momento había resbalado, formando una cascada blanca hasta el piso y debajo de la mesa ratona.
Pensó vagamente en tocar, en cantar, tal vez hacer una canción, o varias. Pero no. No quería desahogarse. Se resistía a soltar la angustia y el dolor. No aún. Necesitaba experimentarlo todo un poco más.
Tal como Ray le dijera: revolcarse en su dolor como si quisiera respirarlo y empaparse en él hasta hacerlo carne de su carne. Hasta que no quedara de él nada más que su dolor, y él no fuera otra cosa que un cuerpo de dolor, relleno por un fantasma de dolor, sin pasado y sin futuro, sin esencia, sin alma.
Ray también le había dicho que no sería cómplice de la prolija y metódica tarea de autodestrucción que había emprendido desde que su mujer lo dejara, a poco de volver de la última gira, llevándose con ella sus hijas, su alegría, su amor, su luz, su vida entera.
Se había ido sin portazos ni gritos, y eso hacía que todo fuera peor. Se puede hacer frente a una pelea conyugal, tantearla, remarla, con suerte surfearla sin quedar revolcado en la espuma salada y la arena que te raspa la garganta. Se puede sacar lo peor y lo reprimido, para después volver a guardarlo en un abrazo estrecho, eterno, y un beso de corazón. Pero no se puede pelear contra una actitud serena y segura, tan madura, tan ensayada. Sólo se puede acatar la sentencia; manotear el bolso, tirar un par de prendas dentro y tomar el primer vuelo a la isla. Mientras ella se quedaba para terminar de preparar su mudanza.
No quería ni pensar en el momento de regresar a la casa desierta, medio vacía, silenciosa.
No hacía otra cosa que pensar en el momento de regresar a la casa desierta, medio vacía, silenciosa.
Ray también le había dicho que se tomara su tiempo, pero no mucho, porque si se demoraba en su refugio iría a darle los puntapiés en el trasero que merecía. Tal como él mismo hiciera con Ray años atrás, cuando el fondo del pozo no parecía lo bastante profundo y Ray se empeñaba en caer aún más bajo. Hasta que él lo sacara a puntapiés y abrazos e insultos y risas y lágrimas.
Sabía que eso no sucedería aún. Antes llegaría el diplomático. Flynn no tardaría en aparecer a hacerle compañía a su manera callada y constante. No evitaría que se emborrachara hasta perder la consciencia, pero lo lavaría y lo arrastraría hasta su cama cuando eso ocurriera. No hablaría de nada que él no quisiera escuchar, ni se empeñaría en elegir la música, ni en limpiar demasiado la casa. Se limitaría a estar, siempre cerca y vigilante, cuidando que comiera un poco, no durmiera en el suelo, no fumara más de dos cajas por día y se bañara al menos una vez por semana. Y si las cosas no se encaminaban en unos diez días, entonces llegaría Ray, para otro round de aquella pelea de años entre ellos por mantenerse con vida mutuamente.
Arrojó la botella vacía sin ánimos de golpear la guitarra. Simplemente la balanceó en esa dirección y la soltó. Arrastró los pies hasta la cocina. La mesa desaparecía bajo los platos usados y envases de comida para llevar a medio comer, botellas vacías, ceniceros llenos, vasos usados.
Tomó otra cerveza, cerró la heladera, vaciló, sacó el six-pack entero y regresó a la sala.
La lluvia se había convertido en una leve llovizna, aunque la tarde seguía nublada. Dio la espalda al ventanal y se dejó caer en el sofá junto a la guitarra. Sintió el leve crujido de los papeles aplastados bajo su cuerpo. Tanteó con una mano mientras la otra mantenía la botella contra sus labios y arrojó un puñado de papeles a la alfombra. Fumó inmóvil hasta que una brasa diminuta cayó entre sus pies. El olorcito a papel quemado lo hizo reaccionar lo suficiente para bajar la vista y advertir el círculo negro que se expandía en la hoja que quedara a tope de la pila. Se agachó para palmearla hasta apagarla, la alzó y la sacudió. Al hacerlo, otra hoja resbaló y cayó sobre su pie. La miró ofendido. ¿No se daba cuenta de que él ya tenía las dos manos ocupadas? Sus ojos tropezaron con la palabra escrita de su puño y letra con marcador negro, en el margen de la hoja doblada en cuatro: Argentina.
Soltó la hoja quemada a un costado y se inclinó para recoger la que descansaba sobre su empeine. La miró en la luz plomiza que llenaba la casa, frunció el ceño: ésa no era su letra, él no había escrito eso. Entrecerró los ojos intentando fijar la vista en las palabras, escritas a mano. No, no era su letra, y tampoco lograba comprender una sola palabra, a pesar de que estaba en inglés.
Creyó recordar que sus lentes había quedado en el dormitorio. ¿O en el comedor? Se incorporó con los ojos todavía fijos en la hoja y esas palabras que se negaban a decirle nada, y acometió la búsqueda de sus lentes, una mano libre para apartar cosas, la otra sosteniendo cerveza, cigarrillo y papel.
Le llevó un buen rato hallarlos, la tercera vez que revisó el comedor. Al volver a la sala, se dio cuenta de que ya casi no entraba luz desde afuera. Prendió la lámpara de pie en el rincón y se demoró junto a ella, desdoblando la hoja.
No tenía demasiado interés en leer nada, sólo la curiosidad vaga y frágil del borracho. No había una razón particular para que leyera eso en ese momento. Simplemente le había llamado la atención, como nos llama la atención un insecto que se posa sobre la mesa en una tarde de verano, un momento que no deja huellas.
Recorrió los renglones de un vistazo. No debería costarle demasiado desentrañar esa letra que intentaba ser prolija a pesar de la prisa. Y tampoco tenía nada mejor qué hacer. Tomó otro trago de cerveza, prendió otro cigarrillo. Inclinó la hoja hacia la lámpara, los labios separados entre el bigote y la barba claros, casi rubios, desgranando lentamente cada letra para volver a unirlas en palabras.

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Al Otro Lado - AOL#1
Romance+18 - ¿Qué papel juega la imaginación en los sentimientos? ¿Es posible enamorarse de alguien sin conocer siquiera su rostro? En medio de una profunda crisis personal, Stu Masterson, una leyenda viva del rock americano, encuentra una carta que lo pon...