Capítulo 3

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—Me quiero morir —me derrumbé en la cama de Cata como bolsa de papas

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—Me quiero morir —me derrumbé en la cama de Cata como bolsa de papas. — Mi vida apesta.

Aplasté mi rostro en el acolchado de la forma más dramática posible. Este día simplemente no podía empeorar más. Mi vida se había convertido en una pesadilla. Estaba pendiendo de un hilo ante la caída al total caos. Sonaba alarmista, lo sé, pero no hay otra forma de verlo. Estaba hundida en un pozo de nervios y mala suerte, porque esto es lo que es todo, jodida mala suerte. No sé qué le hice al mundo, no sé qué se supone que estoy pagando, si son todas las estúpidas cadenas de mails que no respondí confabulando contra mi o qué, pero todo se había ido a la fregada.

Dogo, nuestro pequeño no tan pequeño Dogo de burdeos, decidió que no había mejor momento para acostarse sobre mi espalda que ese preciso momento. En cuanto se tiró sobre mi sacó todo el aire de mis pulmones tal globo desinflándose.

Como si pesara cinco, diez kilitos nomás.

Intenté quejarme o quitarlo de encima, pero el animal no se movió solo ladró en respuesta. ¡Encima de todo se molestaba él!

—¡Cata! —bufé mirándola apretada entre mi perro en las mantas, mientas la muy maldita me ignoraba por completo. Pegué puñetazos y patadas al acolchado tratando de que Dogo se moviera de encima de mí, totalmente en vano. Solo terminó por removerse para darme un lambetazo de esos llenos de cariño, burla y extremas cantidades de saliva.

Apenas podía moverme, fuera de chiste si quiera movía la cabeza como 45º. Fruncí el ceño hacía mi amiga y el muy maldito se aprovechó de ello. Mi mejilla era una piscina de saliva en este momento. Guacala.

—¿Qué? —se quejó levantando la mirada de su notebook por primera vez, totalmente absorta en su mundo.

¿Cómo que qué podría estar necesitar de ella en este momento?

—¡Ayúdame! —protesté con mi voz apagada vibrando contra el colchón. Intenté removerme o patalear, pero Dogo seguía sin darse por aludido. Cada vez que me movía él se reacomodaba aplastándome un poco más. Desde mis hombros hasta mis rodillas mi cuerpo ya comenzaba a adormilarse llenándose de esa molesta corriente. Dogo, iba a terminar rompiéndome un hueso, aplastándome alguna costilla o finalmente asfixiándome.

Cata con el mayor pesar del mundo, casi como si le hubiese pedido que corriese hacia el primer piso ida y vuelta, se arrastró fuera de la cama. Masticando un chicle de forma desagradable, buscó algo por el piso de la habitación, encontrando lo que parecía una pelota abandona para tirársela a Dogo.

No fue la mejor idea de todas. Como si no estuviera luchando por respirar.

Dogo tomó impulso sobre mi espalda para saltar, provocando una pequeña tortura en mí. Hasta incluso sentí un crack. Era como esas torturas medievales donde te estiraban hasta fallecer, pero en mi caso sería aplastada por un perro gigante.

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