Perder un corazón

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Le acarició la mejilla delicadamente mientras se miraban a los ojos. El chico inclinó su cabeza con medida lentitud, hasta que sus labios se encontraron y se fundieron en un beso. La mujer agarró con ambas manos el rostro de su amante, dejándose llevar por la pasión del momento. El joven hizo lo propio y, estrechándole con fuerza la cintura con una mano, paseó la otra por el pelo de la chica, quedando estos enredados en una maraña de cabello, carne y amor. Con la pasión a flor de piel que les erizaba el pelo, se comportaban como dos chiquillos que se daban su primer beso. Se acariciaban todo el cuerpo con dulzura, se besaban con el fuego propio del corazón, y sus almas se fundían en una sola, quedando unidas por un hilo invisible que, con cada beso, daba una punzada que dejaba unidos a ambos corazones. La mujer, palpando el pecho de su amante con ambas manos, le desabrochó a ciegas —no pensaba soltar la legua de su amante— un botón de la camisa, y luego otro. El joven le agarró los muslos decidido y, tras reclinar a su novia sobre el asiento del coche, le desabrochó el botón del pantalón y se los comenzó a quitar mientras le mordía los senos con pasión. Uno encima del otro, sintiendo sobre sí el delicado pero real peso del amor, se dejaron llevar por sus instintos más básico y comenzaron a hacer arte, ese arte que viene intrínseco en la naturaleza del hombre, componiendo música con sus palabras, pintando cuadros con sus movimientos: hicieron el amor.

La Luna lucía orgulloso en mitad de la noche, y el sonido lejano de los coches que pasaban veloces por la autovía, más que recordarle a los dos amantes que seguían sobre la tierra, les daba la sensación de encontrarse inmersos en una película.

—Javier, te quiero —expresó sin aliento.

—Yo también te quiero.

En el momento de mayor intimidad, alcanzando el clímax del momento, y con sus corazones desbocados y a punto de estallar por el amor que bombeaban, una luz invadió el automóvil. Un rugir ensordecedor ocupó sus oídos y les pareció que el cielo bajaba hacia ellos en forma de ejército celestial. Ambos, ciegos por la luz y sordos por el estruendo, entraron en pánico desconcertados por lo que ocurría. El chico intentó incorporarse pero, antes de poder hacer nada, el ejército de ángeles arrasó con ellos. Después sólo hubo oscuridad.

**

El joven lloraba desconsoladamente. Tumbado sobre el suelo, golpeaba con ambas manos el montículo de tierra recién removida, mientras que de sus ojos brotaba una estrepitosa cascada. El cielo estaba nublado, y los asistentes al funeral se cubrían con un paraguas de la llovizna que regaba la nueva tumba del cementerio. El corazón del joven estaba desgarrado desde el día de que aquel funesto accidente, que le dejó una herida que nunca iba a cicatrizar, y por la que se le escapaba el alma y la humanidad.

Arañaba la tierra con los dedos, y el cuerpo, empapado por la lluvia, yacía sobre la piedra tembloroso. Y es que es inevitable la rabia que te invade cuando tienes que abandonar lo que amas, y luchas y golpeas y gritas y sollozas, todo en uno, en un vano intento por recuperar aquello que has perdido. Javier perdió a su novia aquella noche en la que, mientras hacían el amor, un camionero perdió el control del volante y el gigante de ocho toneladas se estrelló contra el Seat Ibiza de Laura.

Hacía frío, pero el malestar físico le era indiferente en ese momento. Lo buscaba, e intentaba calmar las espinas que tenía clavadas en su alma y que torturaban a su cuerpo, como si pudiese sustituir un dolor por otro.

El bullicio de la gente se fue alejando, hasta que Javier se vio completamente a solas en aquel lodazal, intentando fundirse con la tierra en un afán inútil de tocar por última vez a su amada. En esa posición se mantuvo largo rato, hasta que sus ojos quedaron vacíos, incapaces de seguir llorando; sus fuerzas le fallaron, incapaz de seguir luchando; su mente se bloqueó, incapaz de lidiar con tanta tragedia; y su corazón colapsó, incapaz de bombear tanto dolor.

Permaneció tumbado horas, incluso días. A los intentos del sepulturero de trasladarlo a un lugar caliente, ofreciendo su propia casa, Javier se revolvía como una fiera salvaje, y se desprendía de toda ayuda usando la violencia. De esta manera, no se separó de la sepultura de su novia durante semanas, alimentándose de lo que le proveía el anciano del cementerio movido por caridad. La tumba siempre permaneció húmeda durante ese periodo, puesta en remojo por las constantes lágrimas del joven.

Habiendo perdido la noción del tiempo, y una vez su corazón comenzó a endurecerse, que no a sanar, observó asombrado un brote verde que se habría paso entre los terrones de arcilla, y que se erguía orgulloso frente al afligido. Javier se lanzó al suelo absorto en el acontecimiento, e incrédulo y sin salir de su asombro, sonrió para sí mismo.

—Sabía que no me abandonarías —susurró con voz ronca.

Acarició con ambos dedos el brote, como si de su propia mujer se tratase, mientras la miraba con una mirada brillante, casi fraternal.

—¡Ha vuelto! —gritó mientras se ponía en pie— ¡Vuelve al mundo para hacerme compañía!

Y gritando unos y otros disparates, volvió a su casa con una sonrisa en el rostro y la mirada, aunque de ojos rojos y vacíos, encendida de felicidad.

**

—Señor, tiene que alejarse de aquí —dijo con voz autoritaria el agente.

—¡Estás loco si de verdad crees que voy a abandonarla!

Javier tenia el cuerpo desfigurado. Una barba llena de remolinos y mugre poblaba su rostro, y se unía a una larga melena desaliñada que le caía por la espalda desnuda. Solo vestía un pantalón vaquero, con varios rotos y descosidos, además de negruzcos por la suciedad.

Estaba encorvado, y se encontraba en lo alto de un árbol muy frondoso que se elevaba varios metros sobre el suelo.

El policía se frotó la cabeza, aún incrédulo de la figura que se presentaba ante sí. Se asemejaba a un muerto que recién acababa de salir de las entrañas de la tierra, pero parecía tan vivo como un perro —nadie encontraría un simil humano en esa imagen—. Era, como esa misma tarde describiría la ficha policial en la que saldría retratado, ''un alma en pena''.

—Señor, última vez que se lo repito, este árbol está obstruyendo la vía pública, y debemos cortarlo de inmediato.

Al oír esas palabras, el medio-hombre enloqueció y comenzó a aullar y a saltar de un lado para otro entre las ramas.

—No lo entendéis. Esta planta es mi querida Laura, que decidió permanecer a mi lado tras su muerte en aquel accidente —echaba espumarajos por la boca al tiempo que hablaba con un tono de voz muy ronco—. He visitado todos los días este árbol desde que salió en forma de un pequeño tallo verde; lo he regado, podado y cuidado; le he cantado, leído libros y echo el amor. Este árbol es mi novia, y nadie lo va a tocar —su rostro se inundó en lágrimas—. ¡No voy a permitir que se la vuelvan a llevar!

—Usted está loco. Le vamos a llevar a un manicomio, donde estará bien atendido.

Después de unas horas llegaron los bomberos, quienes desplegaron una serie de colchonetas alrededor del árbol y, tras momentos de forcejeo con el recién convicto, Javier se encontró en un coche de comisaría, golpeando la puerta y aullando de dolor mientras escuchaba el sonido de la moto sierra que sesgaba por segunda vez la vida de su amante.

Y es que hay corazones que quedan irremediablemente cosidos por un hilo invisible a otro corazón. Pero cuando uno de los dos se marcha, se desgarran los puntos de sutura, y el corazón comienza a sangrar, abriéndose una herida imposible de remendar. Por esta brecha, se escapan todos los sentimientos, y este se petrifica, endureciéndose como la roca. Hay quien se convierte en náufrago, y vaga por el mundo sin volver a mostrar restos de empatía, y hay quien pierde la cordura. Y resulta que aquel brote que encontró la vida gracias a las lágrimas de Javier fue suficiente para arrojarlo al abismo de la locura, y perder a un corazón para siempre.

Como la vida misma: una biografía del mundo.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora