Capítulo 42

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Estaba sentada en el sofá de Alfred. Sólo se oía el silencio que se veía interrumpido por el sonido de algún coche de la calle. Alfred había salido esa noche con sus amigos de toda la vida y, aunque me preguntó varias veces si quería ir con ellos (Marta también insistió por WhatsApp en que saliera) y a cada pregunta contesté que no, finalmente se marchó de su casa y yo me quedé allí. Pensé en marcharme a la mía; la verdad es que tenía varias cosas que hacer allí, como ordenar el armario con la ropa de invierno, y era donde tenía todas las compresas, pero sinceramente, me apetecía quedarme en el piso de él. Y más sabiendo que no tendría que salir a la calle con el frío que corría, que el dolor de ovarios me estaba matando y que, afortunadamente, una vez me dejé en su casa un paquete de compresas que había comprado y decidí que lo guardara él por si alguna vez ocurría lo que estaba ocurriendo en ese momento.

También por suerte, el ritmo de trabajo en la discográfica bajó una semana después de venir de Londres y al fin pude volver a respirar tranquila. También es cierto que el fin de semana que nos pegamos Alfred y yo en Londres nos vino de perlas tanto para relajarnos con respecto al trabajo como para relajarnos con nosotros mismos y lo nuestro. Y tan relajados estábamos, que cuando se fue esa noche, estuve dando vueltas por su casa prácticamente sin saber muy bien qué hacer. Pensé en llamar a Aitana o Agoney, pero ya sabía que ninguno de los dos podrían hablar por el teléfono o venir a la casa a cenar y descarté la idea tan pronto como vino. Finalmente, me senté en el sofá, cogí una de sus guitarras y empecé a tocar. Sin embargo, mi cabeza no estaba cien por cien en la música, sino en el hecho de estar allí tirada en el sofá. Vaya, al significado de estar tan tranquila en la casa de Alfred cuando él estaba por ahí de fiesta.

Fue a partir del fin de semana en el que estuvimos en Londres cuando me di cuenta que, bueno, lo nuestro era raro - raro en el buen sentido, quiero decir. No es que antes no me hubiese dado cuenta, pero a partir de ahí empecé a ver lo que teníamos con otros ojos: es decir, ya no tenía miedo a «qué pasará», «qué pensará de mí», «qué es realmente lo que siento por esta persona a la que acabo de conocer»… Es decir, que ya ese sentimiento de miedo o no saber si estaba haciendo lo correcto no estaban. Desde el primer momento en que me choqué con Alfred pensé que este choque no había sido fortuito, sino que algo (el destino, la posición de los planetas, etc.) o alguien (Dios, o Neus) había maquinado para que ese momento ocurriera. Para que nuestras vidas al fin se cruzasen de una vez tras tanto tiempo esperando. Como hablamos en Londres y llegamos a la conclusión, tanto Alfred como yo habíamos llegado a la vida del otro como un rayo que te traspasa sin que te lo esperaras; como si, tras un tiempo, nos hubiéramos resignado totalmente a vivir como lo habíamos hecho hasta el momento en el que nos encontramos. Y este rayo era lo que nos había hecho revivir y darnos cuenta de lo equivocados que estábamos. El rayo… Como Aladdin Sane. Nuestro gran admirado Bowie.

Me levanté del sofá y, mientras escuchaba a Bowie, decidí ir a prepararme la cena. Abrí el frigorífico y… nada; no veía nada que me resultase apetecible. Abrí el congelador casi por acto reflejo y lo vi: el pequeño recipiente de lasaña. Sí, de la de mi marca favorita. Sabía que no estaba tan rica como las hechas a mano y que probablemente no sería muy bueno meter la lasaña congelada en el horno, pero tenía hambre, era mi favorita de todas las precocinadas y viniendo de Alfred –al cual si la lasaña no es de su madre no le gusta-, sabía que la tenía ahí para mí por si un día me apetecía. Metí la lasaña al horno y pensé en darme una ducha rápida mientras se hacía. Cuando salí de la ducha y fui a comprobar que la lasaña estaba hecha, me di cuenta que sí, había metido la lasaña en el horno, pero no había encendido el electrodoméstico. Genial. Lo encendí, lo programé y me volví al baño para secarme y ponerme el pijama. Cuando terminé de vestirme y me dirigí al cuarto de Alfred para soltar mi ropa en una silla, no pude evitar mirarme al espejo y sonreír: ya no solo olía como él por haber utilizado su gel y champú, sino que llevaba su olor conmigo tras ponerme su pijama de Goofy y su sudadera gris. Menuda manera más tonta de ponerme feliz. Me di media vuelta, cogí la manta que descansaba encima de la cama perfectamente hecha y me dirigí al salón.

Esperé a que la lasaña se terminase de cocinar mientras decidía ver una película de las que Alfred tenía puestas en una estantería. ¡Vaya, Across the Universe! Y me dijo que no la había visto nunca cuando, hablando de The Beatles al dejar atrás Abbey Road en Londres, salió el tema de la película y me negó haberla visto. El muy zoquete queriéndose hacer el interesante conmigo cuando ya me tenía ganada. Aunque también podía ser que se la hubiera comprado para verla… De todas formas, ya supe cuál iba a ser el acompañante para mí y mi dolor de regla.

Tras comer la lasaña, acomodarme en el sofá, taparme bien con la manta y retomar mi atención a la película, como es normal en mí, perdí el hilo argumental de la película y comencé a pensar otra vez en el hecho de estar en casa de Alfred sola y haciendo lo que realmente me venía en gana. Ya no sólo yo no tenía miedo al «¿qué pasará si…?», sino Alfred también lo había perdido. Es cierto que tuve miedo a que Alfred ya no quisiera saber nada de mí cuando en agosto cometí el error de escuchar y creer algo que no era cierto; pero me sorprendió darme cuenta que él estaba igual que yo cuando hablamos del tema; y como me confesó Noemí una vez que coincidimos y se atrevió a decir: somos tan iguales y a la vez tan diferentes que si no fuera por las evidencias obvias, podríamos pasarnos uno por el otro muchísimas veces. Y joder, que estábamos enamorados.

Me resultaba todavía un poco chocante reconocérmelo a mí misma aún, pero es que no podía negar lo que era más que evidente. Como le dije una vez a Agoney «lo que ves es lo que hay», y tal cual era. Por mucho que cada uno hiciera sus cosas y atendiera sus compromisos, no había ni un momento en el que él (o en su caso, yo) no estuviera en nuestra mente. El sonido del mensaje de whatsapp me desconcertó. Una nota de audio de Alfred:

- Baby no (baby no)
Me rehúso a darte un último beso
Así que guárdalo.
¡AMAIAAAAAAAAAAAAAAAAA! Te estamos echando de menos. Ojalá estuvieras aquí que están poniendo música muy chula. ¡Y me debes una foto Tuenti, que me lo prometiste el último viernes que salimos juntas! Un petó molt gran a tu. Y espero que me deis sobrinos.

Estaba entre la risa y el escándalo por querer embarazarme tan pronto cuando me llegó un segundo audio:

- Bueno, me ha chafado el audio la tonta de Marta. Sí, jo també t’estimo! Nada, que Marta me ha hecho una peineta. Bueno, que es cierto que te echamos de menos y que espero que estés mejor. Ya sabes donde tengo los medicamentos por si necesitas alguno; y ya sabes que me puedes llamar para cualquier cosa si me necesitas. Un petonet, titi.

Le contesté diciéndole que estaba bien, que gracias por preguntar, que estaba muy calentita con las cosas que había pillado y que le agradecía que tuviera una lasaña en el congelador, aunque en ese momento estuviese más bien en mi estómago. Le mandé un beso de vuelta y me dispuse a ver la película… que no terminé de ver porque me quedé dormida.

No sabía la hora exacta, pero en un momento indeterminado de la noche, sentí cómo apagaban la televisión y cómo recogían unos platos de encima de la mesita del café. No abrí los ojos porque los párpados me pesaban demasiado para poder hacerlo, pero su olor era inconfundible. Volví a profundizar más el sueño sin darme cuenta, así que me volví a sobresaltar cuando noté los largos rizos de Alfred hacerse hueco en mi cara y sentí darme un beso suave en los labios antes de levantarme en volandas del sofá y andar conmigo cargado hacia la habitación.

Noté cómo me dejaba encima del colchón y cómo me tapaba con las sábanas y la manta que había tenido en el salón y después cómo el colchón se hundía cuando él se metió también bajo las sábanas.

- Sé que estás consciente – me susurró-, pero a la vez sé que estarás reventada. ¿Estás bien? – respondí moviendo la cabeza afirmativamente. - ¿Necesitas algo? – volví a mover la cabeza para negar. – Vale. Pues vamos a dormir ya.

- ¿Alfred? – dije abriendo un poco los ojos y encontrándome con su mirada llena de preocupación y amor, la cual era un poco tapada con el pelo tan largo que tenía.

- Dime.

Me quedé un momento callada y me acerqué a él para abrazarle. Me devolvió el abrazo igual de fuerte a como se lo estaba dando y con nuestro particular sonido, le susurré:

- Cosas.
- Cosas también – contestó antes de darme mi beso de buenas noches.

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