Prólogo.

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El polvo lentamente se dispersaba luego de interminables horas. En medio del campo ensangrentado, dos figuras jadeantes consumían sus últimas fuerzas. Ella gimió adolorida y cayó inconsciente. Él, asustado, se acercó en un último esfuerzo y la acogió en su regazo. El olor metálico de la sangre les cubría y el dolor menguó su poca conciencia.

Perdió el conocimiento, aferrado al cuerpo de su compañera. De su amiga. De su amada esposa. Y en medio de sus dolorosos sueños, ella prevalecía.

A varios kilómetros de ahí, en un claro junto al camino de tierra que les llevaba a casa, tres niños esperaban con impaciencia.

El mayor, de largos cabellos azabache y ojos dorados, observaba de pie el cielo en el horizonte. Las nubes negras se dispersaban, dejando ver los cálidos colores del atardecer. Un brillante rojo destacaba entre todos. Un rojo que jamás había visto.

Detrás de él, a solo un par de pasos y sentada en el césped, su hermana menor de cabellos ébano y ojos dorados, acariciaba la cabellera plateada de la más pequeña, que dormía plácidamente en sus piernas. Su vista se perdía en la ancha espalda de su hermano.

Todo se mantuvo tranquilo y en silencio, ninguna señal de sus padres o algún demonio. Pero... Una fuerte brisa impregnó el metálico y terrible olor de la sangre en sus narices. El frío hizo mella en sus columnas, sus respiraciones se quedaron atrapadas en sus pechos. No tenían dudas; sangre de sus padres.

La pequeña despertó de golpe. Se sentó y rasco una de sus pequeñas orejas de cachorro. Con miedo preguntó;

—¿Qué es ese olor?

—Nada, pequeña... no es nada —respondió su hermana.

Al fijar sus pequeños ojos dorados en ella, la chiquita olfateo antes de ver las lágrimas que poco a poco corrieron por las pálidas mejillas de su hermana. Uno de los olores que detestaba. Lágrimas. El llanto de su madre le vino a la mente, recordando aquella vez que sus padres habían peleado.

Las lágrimas no traían nada bueno.

—¡No llores, Yin!

El grito ahogado de su hermano atrajo su atención. Volteo y le vio a unos pasos, con la respiración agitada y la vista en el horizonte.

Algo iba mal. Muy mal.

—¿Qué ocu...?

—¡Vamos, debemos volver a la aldea! —Le interrumpió el mayor. Y volteando hacia ellas observo el camino a sus espaldas.

—¡No, hay que ir a buscarlos! —gimió su hermana, levantándose con la pequeña en brazos.

—¡No, Yin! Le prometí a Inuyasha que las llevaría a casa... y es lo que voy a hacer.

Se observaron, él con la voluntad heredada de su padre, ella, tan temerosa de no volver a verlos.

No ver a sus padres otra vez.

—Pero... —gimoteo.

Sabía que su hermano estaba a cargo, nada podía hacer.

La pequeña acaricio una de sus mejillas, atrayendo su atención. Seco sus lágrimas con cariño, consolando en lugar de ser consolada. Trato de convencerla. De convencerse. Bien sabían que solo podían mantener la esperanza.

Con sus corazones llenos de temor, aunque siempre con el pequeño brillo de esperanza, caminaron hacia la aldea. Hacia el hogar que compartieron con sus padres durante tantos años. Esperando volver a verles con vida.

Volver a vivir (Inuyasha)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora