A finales del mes de diciembre de 1999 cuando pasó la mitad de su corta vida creyendo que moriría o agonizaría hasta que alguien lo sacara de ahí, sólo tejiendo sueños infantiles en una telaraña de araña tan fina como un filo de cabello siendo alado, había descubierto lo hiriente que era verla destruirse ante sus ojos de niño, tan chico por fuera como por dentro como para poder atacar y exigir que no se los arrebataran. Aprendiendo también a vivir con un hueco profundo donde esos sueños deberían estar. Llegó a estar demasiado acostumbrado a esconderse en espacios estrechos, a dejar de respirar para que no lo escucharan, a nunca llorar ni necesitar algo, entonces, sólo era un recipiente vacío que debió ser usado para contener un alma pero que fue sellado para no permitirle obtener contenido. En 2004 la primera lágrima que corrió por su mejilla fue tan fría y sin sonido capaz de hacerle sentir que vivía, y cuando la limpiaron los dedos carmesí de su madre, espabiló lento, extrañado, pensativo, porque para él ahí no había nada que quitar. Lo siguiente fue una cachetada, una que en ese entonces ya no ardía.
–No estuviste lo suficientemente callado esta vez– regañó la mujer – Esto es tu culpa– escupió con los ojos hinchados de cólera y dolor mientras que con su otra mano detenía con presión el sangrado de una herida reposando en la parte baja del abdomen.
El rostro del niño se mantenía bajo, la mirada fija en el suelo, en aquellas gotas rojas que lo vestían de a poco, porque la marca en su mejilla no era nada, la persona frente a él tampoco lo era, rió cínico.
–¿Lo hiciste a propósito, mocoso de mierda? –cuestionó con más enojo su madre por su reacción.
Él se encogió de hombros, sintiendo cuando las tablas viejas del suelo rechinaron por su peso al caer al suelo dado al empujón que recibió. La capucha de su sudadera negra le cubría el pálido rostro, el hilo de sangre saliendo de su labio bajó por su cuello y se escurrió más mientras sonreía con amarga alegría. Estando en el suelo divisó los pedazos rotos del espejo en la otra habitación a través de la puerta.
–Ojalá el próximo te mate
–Te pareces a ella– comentó Abel tejiendo una a una las puntadas de la rosa que decidió dibujar en el pecho de su víctima–Con su linda cabellera roja siendo una puta molestia para la humanidad. –Alcanzó las tijeras para cortar el sobrante.
Levantándose de la silla posó el utensilio de nuevo en la pequeña mesa y tomó el pulmón que extrajo de la pelirroja en la camilla, para hacerle una fisura con el bisturí. –Voy a vestirte como a una cabaretera– decretó con una sonrisa hacia el cuerpo muerto incapaz de responderle.
Sus dedos cubiertos por la fibra del látex azul; entraban y salían del agujero en el órgano mientras introducía un sobre amarillo envuelto en hilos negros en el mismo. Las iris de sus ojos explotaban con ilusión y brillaban como única fuente de vida en su rostro, vida, eso era Moore, un poco de vida que él merecía respirar y consumir. Con el corazón a mil dejó caer lágrimas frías por sus mejillas asintiendo a sus propios pensamientos. –Él va a quererme.
Cuando cumplió 15 años dejó a su madre muerta en el revuelo de sus sabanas como producto de un golpe en la cabeza proporcionado por él. Se quedó mirándola por horas, tal vez pasaron días mientras él se hacía bolita en una esquina de la cama y la observaba, era un ser hermoso. Era algo increíble ver que sin la rabia en sus ojos, sin las expresiones de asco, podía verse bonita, menos repugnante. La muerte era bonita y serena, como el silencio que lo abrazó durante toda su vida.
–Hey, todo va a estar bien– aquella voz le removió los hombros. Su alrededor ya no era oscuro, había una luz opaca iluminando una figura de cabellera rubia y lindos zafiros azulados que acompañaban una ilustre sonrisa apacible. –Mi papá me prometió que te ayudaría en todo lo posible– extendió un jugo de cajita con sabor a mandarina hacia Abel–Estuviste en estado de shock durante un tiempo – continuó hablando bajo la mirada de curiosos ojos avellana. –¿Recuerdas cuando te encontraron?
Negó.
–Soy Alex –el mayor se presentó bajándose al nivel de las rodillas del azabache y poder ver su rostro desde abajo, ya que la capucha no le facilitaba el trabajo y el hecho de que Abel estuviera sentado con la mente por los aires era un tanto complicado –Puedes confiar en mí, no voy a lastimarte.
¿No era que todas las personas estaban hechas para herir queriendo o sin querer?
Inclinó la cabeza procesando las palabras del rubio.
–Lamento lo que te pasó.
En aquel entonces Alex Moore no tenía más de 17 años y era tan hermoso como un ángel a los ojos de Abel Whitethorn quien tenía las manos manchadas de muerte y nunca le incomodó estar tan sucio de ella.
–¿Tú quién eres exactamente? – demandó con la voz ronca como un susurro.
–El hijo del oficial de policía que te encontró.
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