Capítulo uno

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Es el primer día del curso y yo me encuentro sentada en mi silla de clase, esperando a que entre el profesor de matemáticas mientras saco el cuaderno y cojo un bolígrafo de mi estuche. Soy consciente de que soy la única que se encuentra sentada mirando a su alrededor, percatándose de todo lo que ocurre. El barullo me envuelve pero también lo hace una sensación de nostalgia, la misma que forma parte de mí desde que él se fue. Los demás se ríen, juegan y gritan, mientras el mundo para mí se ha quedado completamente paralizado. Como si el reloj no avanzase porque sus manecillas se han oxidado con el tiempo, como si yo me hubiera quedado atascada en él y perdida en una realidad que no me pertenece.

Mientras tanto, mi mente divaga por segundos, pienso en qué estará haciendo mi mejor amigo, Sebas y lo imagino con sus otros amigos contando anécdotas y esos chistes malos que tanto le gustan.

El sonido ensordecedor del timbre y la llegada del profesor interrumpen mis pensamientos.

—Hola, chicos, sentaos ya. Hoy vamos a dar las inecuaciones. Abrid el libro por favor.

Estoy en primero de bachillerato y aunque muchos no saben qué estudiar aún, yo lo tengo claro desde pequeña, criminología y derecho, mi sueño desde que tengo uso de razón. A su vez, mi amor por las letras ha aumentado con el paso del tiempo. A lo largo de los años he encontrado en ellas mi único consuelo. Aún así, soy el mejor expediente académico y en mi trabajo diario se refleja la excelencia.

Quizás ese es el motivo por el cual el profesor espera que responda, cuando empieza a escribir una larga serie de números en la pizarra y pregunta:

—¿Quién sabe cuanto es esto?—. Silencio absoluto. Ninguna mano levantada. El profesor me mira expectante.

Siento que todas las miradas recaen sobre mí, acto que no había sucedido antes, porque hasta ese momento nadie se había percatado de que yo estaba allí compartiendo clase con ellos. Y si se dan cuenta, simplemente deciden ignorarlo, realmente les entiendo y casi que prefiero que todo siga siendo así.

A veces suelo ser tímida y me da vergüenza, por eso no respondo cuando algún profesor pregunta, por mucho que me sepa las respuestas. Me levanto, cojo la tiza y escribo el resultado en la pizarra. Algunos del fondo ríen, y de repente, noto un escalofrío que me recorre la espina dorsal. Intento descifrar qué ocurre, pero no lo consigo.

Me siento y anoto con dificultad todo lo que el profesor va diciendo, pero mientras tanto siento una mirada posada constantemente sobre mí y me genera lo mismo que sentí estando ahí de pie. Me giro e intento descubrir quién es, pero no logro averiguarlo. Entonces mis ojos se cruzan con los de un chico que está sentado al final del aula, pero no siento absolutamente nada así que doy por hecho de que me he confundido. Los demás siguen a lo suyo sin prestar especial atención y yo intento no preocuparme más, pues así son las cosas a diario.

Al sonar la campana de la hora de descanso, salgo de la clase para encontrarme con mi único y mejor amigo. Pese a que no soy muy sociable, él es la única persona que sigue a mi lado después de lo de mi hermano Roi. Acto seguido, vamos disparados al comedor y vemos a Rebeca, la más popular del instituto.

¿El problema? Siempre intenta acabar con todos. Los humilla. No trata bien a nadie, los pisotea cruelmente. Lleva varios años siendo así y nunca va a cambiar.

—¡Aparta de mi camino!

Me empuja con su bandeja en la mano y casi consigue desestabilizarme.

—¿Pero a ti qué te pasa?—. Las palabras salen disparadas de mi boca casi sin que me dé tiempo a procesarlas.

—No me hables así.

—Lo que digas—. Le regalo mi mejor sonrisa falsa y me voy a la mesa donde comemos Sebas y yo, aunque ella sigue gritándome.

Me insulta desde lejos, pero he dejado de escucharla desde la primera palabra. Es una pérdida de tiempo. Hice mal en contestarle, lo más efectivo en estos casos es la indiferencia. Solo así se muere de rabia por dentro y yo puedo cantar victoria.

Sebas y yo nos sentamos en la mesa tranquilamente, esperando a que el berrinche de Rebeca cese mientras comemos fruta y nuestros bocadillos. Seguimos comentando varios temas y hablamos sobre como está yendo nuestro día. Él me cuenta todos los cotilleos del instituto, de los cuáles no sé cómo se entera, pero lo sabe absolutamente todo. Yo, mientras tanto, le observo divertida y me pongo un poco al día. Se siente reconfortante tener un amigo con el que compartir este tipo de momentos.

—¿Qué harás este fin de semana?— me pregunta.

—Nada especial, lo de siempre. Leeré lo que pueda y estudiaré.

—Siempre tan dedicada. Deberías relajarte un poco más— me dice con una sonrisa que rápidamente le devuelvo.

Sumida en mis pensamientos, siento ese escalofrío, esa mirada de antes. Durante un segundo se me pone la piel de gallina y los pelos de punta y una sensación que rara vez he sentido, me recorre el cuerpo entero.

Entonces… me giro y lo veo.

Destinos cruzados (editando)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora