Capítulo 6.

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                           Lejos del Santuario y más en concreto en el remoto desierto del Gobi, situado al noroeste de China y al sur de Mongolia, dos hombres transitaban en la inmensidad de su superficie a una velocidad superior a la del sonido.

Eran un par de individuos, de no más de veinte años, equipados con armaduras simples del propio recinto ateniense. Ambos eran de pelo negro, solo que uno lo tenía más largo que el otro, eran fuertes y se les veía muy concentrado en algo, al estar escudriñando semejante desierto inhóspito.

Por aquella zona era de noche y la temperatura, a mediados del mes de noviembre, podría estar rondando los menos veinte grados centígrados. Pese a ello, aquellas dos personas, estaban con poco abrigo y llevaban al cuello, cada cual, una medalla a modo de emblema de invocación: una con el símbolo de Cerbero y el otro con la de Auriga.

El dúo, en un momento dado, se paró en mitad de aquella basta extensión y parecía que estuvieran recalculando sus opciones. Uno de ellos, a pesar de lo simple que pareciera su protección, en el cubre brazo tenía una pantalla flexible y táctil, esta, entre otras posibles opciones, funcionaba de geo-localizador y estaba apuntando en una dirección concreta; entonces miró al otro y ambos afirmaron con la cabeza al intuir que ya no estaban muy lejos de su objetivo.

Justo en el centro del desierto, en la zona más alejada de cualquier núcleo poblado, había accidentado un avión que tenía el logotipo de una gran compañía: La Universal Company, cuyo distintivo era una vía láctea dentro del propio texto.

Aquella aeronave de gran tamaño había hecho un aterrizaje de emergencia en el área, pero estaba bastante completa. No había rastro de vida por los alrededores aunque, por la integridad del trasporte aéreo, se suponía que tenía que haber pasajeros con vida.

Al llegar hasta el lugar del accidente, el que portaba el emblema del perro de tres cabezas, se puso a ojear el exterior del avión y evidenció como este tenía las puertas de emergencia abiertas. Entonces, chasqueando los dedos, le hizo una señal al otro para que diera una vuelta por los alrededores, en busca de posibles supervivientes.

Sin pensarlo un segundo el santo de Auriga salió disparado en su nueva tarea, mientras el otro se adentraba en el interior del aparato accidentado, por una de las salidas de emergencia, para tratar de encontrar personas que hubieran sobrevivido al incidente.

Entrando por la zona de la cola, en el interior no pareciera haber nadie. No era un avión comercial, si no uno privado; solo tenía dos filas de asientos con dos butacas a cada lado y era fácil percibir que no había nadie allí pero, por precaución, fue indagando fila a fila.

Había un montón de papeles por el suelo, síntoma de que se produjo un gran alboroto, aunque lo sospechoso de estos es que estaban en blanco. Cogiendo varios de estos papeles, el hombre se preguntaba qué habría ocurrido. Que hubiera uno o dos limpios podría pasar, pero que no hubiera uno con algo escrito era bastante extraño.

Pareciera que lo hubieran colocado así a propósito, pues en busca de más información sujetó alguno de los maletines que había por allí y, al abrirlo, todos los documentos que contenía eran folios en blanco.

Utilizando el ordenador flexible que tenía en el cubre brazo, sacó el informe de la misión asignada. En teoría habían acudido allí por encargo urgente, el avión se había estrellado con ochenta y ocho ocupantes, todos importantes investigadores de esa multinacional. El Santuario debía de haber obtenido una suculenta recompensa, para destinar efectivos tan rápido a rescatar a los supervivientes y toda la documentación que había en el avión.

Como no había mucho que rescatar, ya muy extrañado, miró hacia la cabina del piloto y esta tenía la puerta entreabierta. Acercándose con muchísima cautela, se posicionó detrás de esta y la abrió tan despacio cómo fue posible, por si allí hubiera alguien hostil.

Las Crónicas de MiloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora